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GUERRERAS INVISIBLES

Por: Leticia Sáinz | 

"El espíritu de una guerrera es indestructible e inmortal”.

Casi un prólogo

El amor bullía por todas partes. Los besos furtivos abundaban en los pocos momentos de descanso del intenso proceso de hacer la Revolución. Literalmente. 

Solamente en tiempos de guerra, las noticias diarias son un insumo de lucha. Quién dijo qué, a quién y en qué momento, marca el camino de las tareas cotidianas. Para ellos, adicionales a la planificación de movilizaciones, contactos clandestinos, sistemas precarios de control de la vida; para ellas, una suma a todo lo demás: cuidar de los hijos, alimentarlos, organizar la casa, nido colectivo de asistentes sin nombre pero con título, “compañeros” y lo que era casi una tarea titánica que se convertía en milagro cotidiano, sostener económicamente el hogar que, al final, estaba en todas partes. 

Empapadas de solidaridad, caminaban por las calles con mochilas al hombro; bebés de todos los tamaños cargados en los más ingeniosos envoltorios; cabellos al viento, faldas largas y cortas costuradas con telas livianas, sandalias y flores por todas partes como si las cargas no fueran suficientes. Adornos para la pureza de las ideas. 

Sin nombre propio pero llevando con orgullo el común de “compañera”. Potenciales viudas, casi siempre carentes de lo material pero llenas, hasta la saciedad, de los intangibles: el amor, la ideología, la solidaridad, la soledad acompañada…centinelas de la ternura, capaces de mirar al infinito animadas por un futuro mejor en camino de llegada… sin reclamos y con profunda esperanza. 

Luchadoras incansables de la paz. La paz profunda que da la conciencia tranquila, la certeza de saber que estamos construyendo un mundo mejor, que la inversión es para un futuro democrático donde todos y todas puedan hablar, cantar y soñar libres, sin limitaciones. Esa paz que construimos en los sueños colectivos. Paz con libertad. 

Solidarias pero no en la retórica, sino en la pureza de darlo todo sin esperar nada a cambio; de hacer la inversión más arriesgada sin pensar en el lucro; de sacar jirones de la vida para apoyar un proyecto que no tiene oficinas, dirección ni teléfono, que está en el aire que se respira, en la ilusión que mantiene el sueño. Capaces de compartir la carencia material porque abunda la propiedad en el alma. 

Así fueron ellas. Las compañeras de los revolucionarios, de los soñadores que creyeron que dando la vida podrían cambiar el mundo. Murieron en el intento y muchos de sus nombres todavía hoy, años después, arrancan del alma el grito de ¡Presente!. Ellos siguen vivos aunque ya murieron; ellas nunca se vieron, nunca se gritó ¡Presente! para su existencia o para su presencia, pero todavía están aquí, como mudos testigos vivientes de que ese sueño de solidaridad, de compañerismo, de ilusión se vivió en realidad. Y todavía invisibles. 

Todo ha cambiado y nada ha cambiado. El inevitable ciclo de la historia ha vuelto a comenzar. Otra vez, miles de jóvenes vestidos con flores y ropas ligeras inundan las plazas para gritar democracia y exigir libertad. Y siguen los indiferentes que miran como si esos pedidos no tuvieran importancia también para sus vidas. 


1. No habían autos en las calles, sólo gente. Miles de personas que caminaban hacia una misma dirección: la Plaza de los Héroes en La Paz, Bolivia. La esperanza se veía en sus rostros. Y la paz en el alma. Habíamos vencido a la tiranía de los dictadores que se creían, y eran en realidad mientras su poder duró, dueños de nuestras vidas. 

En medio de aquellos miles, íbamos las dos vestidas con nuestras mejores galas cargando a nuestros hijos. Ella a su hijo varón, el más pequeño y yo a mi hija mujer, la primogénita. A pesar del cansancio y la incomodidad de cargar guaguas, pañales, bolsones, íbamos con la frente en alto, riendo y bromeando con la certeza de que cuando nos vean, cuando sepan quiénes éramos, las multitudes abrirían paso en respeto a nuestra vida que parecía comenzar recién, ese 10 de octubre de 1982. 

Todo nos parecía un sueño alcanzado. La gente coreando ¡!UDP.UDP.UDP!! y nosotros ¡éramos la UDP!. Seguíamos subiendo, incansables, para llegar a tiempo al aeropuerto y recibir al líder que haría realidad nuestros sueños.

Después de horas que parecieron solamente minutos, y kilómetros que se convirtieron en cuadras por la ilusión, llegamos por fin a la explanada en la ciudad de los pobres donde comenzaría, otra vez, una caminata. Esta vez era la caminata del triunfo. 

A codazos, tratamos de llegar, guaguas en brazos, cerca de las testeras donde estaban los líderes, pero nadie nos dio paso. Todos tenían el mismo derecho y, al fin y al cabo, seguíamos siendo invisibles. Con el mejor de los corajes, comenzamos a bajar de nuevo hacia el centro citadino, guaguas en brazos, acompañando los coros de libertad que la gente, los miles de gentes, no se cansaban de entonar: ¡El pueblo unido, jamás será vencido…. 

Ni en mis acariciados sueños habría pensado en que un día, sin convocatorias, lograríamos reunir tanta gente en torno al mismo sueño: libertad, democracia… ¡y la gente había acudido por voluntad propia!.. ¡no estábamos solas, éramos miles, cientos de miles.. nada podría vencernos!!!

Las distancias se hacían pequeñas en el recorrido lleno de coros, cánticos y vivas.. las guaguas claro, no tenían el mismo sentimiento. Estaban cansadas, querían ir al baño, estar quietas en algún rincón a los que estaban acostumbrados porque para ellos eso era suficiente… 

Sin necesidad de gritar, ni de castigar, sabían que no podían hacer bulla alguna…. el papá estaba en reunión y la reunión era tan importante que cambiaría nuestras vidas. Así crecieron, así aprendieron a ser felices y a disfrutar su propia paz infantil.  Pero el bullicio era tal que en medio de los cánticos, gritaban también los heladeros, los sandwicheros, los vende pastillas, los dulceros… y seguíamos bajando hacia la Plaza de los Héroes. 

A esas alturas ya nos habíamos dado cuenta que éramos parte del pueblo que nunca tiene privilegios, que los líderes estaban liderando y que nosotros, fieles a nuestros principios, estábamos cerca de ellos y ellas, los anónimos de siempre… pero felices. 

Poco a poco la multitud se fue acomodando en la centenaria Plaza. Cada quien en el lugar que mejor podía y lo más cerca de la testera donde se los podía ver eufóricos. Pocas mujeres en los lugares de privilegio, en realidad no recuerdo a ninguna. No era el tiempo en que el género había hecho todavía sus conquistas. 

Y comenzaron los discursos… gritaba la gente y nosotras con ellas. Nuestras guaguas finalmente se durmieron al detenernos de la caminata que, sin darnos cuenta, nos había llevado varias horas… yo miraba sus caritas dormidas indiferentes al bullicio. Era como si hubieran estado en el cielo o que los ángeles hacían la guardia del silencio para cuidar su sueño. Nos sentamos en una acera desde no solamente podíamos ver la testera sino también acomodar a las guaguas y descansar un poco.. y comenzó la fiesta con cantos y discursos. 

Música. Guitarra en mano, los cantautores de la libertad habían logrado llegar para hacer su homenaje y eran personajes importantes. Lo sabíamos nosotros. Pero también lo sabían los dictadores y tiranos. Por eso, al hacerse del poder comenzaban persiguiendo a los cantores, a los artistas, a los bohemios.. porque sabían que allí nacían las ideas, allí se acunaban y desde allí partían a diseminarse por el mundo al encuentro con otros como ellos, con la guitarra en la mano o con la poesía como arma. “¡¡Bestias!! Dijeron. Las ideas no se matan”!!. Y siempre tuvieron razón. Por eso tenían un lugar en la testera para compartir sus canciones. Compartir los mensajes que habíamos llevado a los confines cantando, denunciando lo que pasaba en nuestra tierra.. ahora, era día de alegría. 

Mientras esperaba que comenzaran los discursos, pasaban por mi mente, como en una película, momentos históricos como ese que no había vivido ¿será que algún día contaremos este momento como nos contaron los protagonistas del 9 de abril del 52? Y, lo más grave, ¿nos pondremos a hacer análisis de lo que pudo ser y no fue?.. 

Obviamente en el gentío no conocíamos casi a nadie. Todas estábamos en unos y otros lugares y no habíamos atinado a juntarnos, a hacer nuestra fiesta de presencia pero en esos minutos de espera, casi como arrancado de un sueño, pude ver a uno de los paramilitares cuya cara nunca se olvida. Llevaba una chamarra negra, un jean apretado y los zapatos de tenis blancos. Era argentino y lo había visto más de una vez en los sitios donde se podía obtener información para venderla a buen precio a los dictadores. Mi primera reacción fue gritar y acusarlo ante el indomable pueblo que estaba rodeándonos, pero cuando me paré para señalarlo con el dedo acusador, había desaparecido entre la gente. Fue el trago amargo de la tarde. No imaginaba cómo podían asistir a nuestra fiesta si estábamos celebrando su partida. 

La voz calmada del líder comenzó a escucharse y la multitud, poco a poco, fue callando. Miles de personas en silencio, atentas al mensaje de quien, a partir de ese día, conducía nuestros destinos. Ni siquiera escuché qué dijo, comencé a recordar cómo había partido y cómo había regresado. Era otra persona, era madre y había visto el dolor, vivido el miedo y recorrido más de un país con él en busca de documentos, de un lugar donde comenzar nuestras vidas pero siempre con la mente en el retorno para vivir este momento crucial. 

Retorné sobresaltada a la realidad cuando escuché los gritos de ¡Viva Bolivia Libre! y ¡El pueblo, unido, jamás será vencido!! La gloriosa tarde del 9 de octubre de 1982 había terminado. Tocaba desconcentrarse y caminar, otra vez, para encontrar un taxi que nos llevara a nuestras casas, sin ellos obviamente que irían a algún lugar a comenzar las negociaciones para conformar el nuevo gobierno. Nos tocaba esperar los resultados. Entonces no había ni celulares ni correos electrónicos. 

2. La voz monótona de la aeromoza se escuchó en el avión. Anunciaba el próximo aterrizaje en el aeropuerto de Lima. Mis piernas temblaban y ningún pensamiento positivo llegaba a mi mente. ¿Cómo reaccionarían las autoridades de migración cuando yo les diga que no tengo pasaporte, ni dinero, ni nada que me identifique? 

Preparé mentalmente mi llegada a Perú. Haría la fila de migración y dejaría pasar a cada uno de los viajeros para quedar al final y poder explicar, sin testigos, lo que me había pasado. Los corredores y pasillos del aeropuerto me parecían caminos a la muerte. Imaginaba mi cara, pálida, asustada, sola. 

Observé con atención cada uno de los rostros de los funcionarios de migración y decidí hacer la fila en el que parecía más joven. Algo tenía que suceder para que se solidarizara conmigo, aunque fuera generacionalmente. Y llegó el momento tan temido. Con un hilo de voz le dije: “No tengo documentos. Me los quitaron en el aeropuerto en La Paz. Solicito asilo a las autoridades peruanas y un aviso a Naciones Unidas para tener documentos como refugiada..” El hombre me miraba incrédulo y yo escuchaba mi voz como si fuera la de otra persona. 

Dentro de mí todo era temblor, miedo, inseguridad. Hacia fuera mostraba un aplomo que no supe nunca de dónde salió… Lo vi saltar del banquito donde estaba sentado y buscar a su superior al que le susurró algunas palabras. Gordito y chatito, se acercó con mirada inquisidora y me dijo, ¿qué le pasó señorita?. Relaté, como en automático, lo que sucedió en el aeropuerto de El Alto. Que cuando entregué mi pasaporte lo miraron, lo revisaron y comenzaron a dar voces de alarma y yo entré en el pasillo que llevaba al avión sin mirar atrás, sabiendo que los amigos de Naciones Unidas estaban atentos a lo que sucedía.. y me dejaron ir sin documentos. 

Sin hacer ningún comentario ni emitir tampoco algún gesto, me pidió que lo siguiera y me dejó esperando en una pequeña habitación contigua a una de las salas del aeropuerto. Allí estuve horas de horas. Llené varios formularios, vi a no sé cuantas personas entrar, mirarme y salir. Ninguna cara conocida. Ninguna cara amigable. Ningún gesto solidario. Tenía hambre, sed, profundo cansancio pero también seguridad de que los amigos se enterarían que yo estaba allí y acudirían a liberarme de la incertidumbre. Y así fue. Dos días después,  salí con un salvoconducto en la mano con un sello que decía, “permanencia autorizada por 72 horas”.  

Siempre dije que ese 15 de septiembre de 1980 había vuelto a nacer. Tenía un cansancio acumulado de los 60 días anteriores de terror que me parecía que no había dormido nunca y que cuando lo hiciera no podría despertar. Caminé como sonámbula buscando una cara conocida y entonces lo divisé con su pipa y una camisa a cuadros charlando con otro que no dejaba lugar a dudas de su origen europeo. Levanté la mano para hacer una seña y me vieron. Abracé a ambos como si no hubiera otra persona en el mundo y entonces lloré desconsoladamente. 

Después del relato pormenorizado de todo lo que había visto en Bolivia y comer desesperadamente, dormí muchas horas para recuperar el tiempo perdido de descanso y partir a encontrarme con él. Cuando escuché su voz en el teléfono tuve la certeza de que todo había valido la pena. Enviaría mis pasajes, algo de dinero y juraba que nunca más nos separaríamos, que estaríamos juntos en cualquier situación. Caminé por Lima tomando todos los helados que me fue posible comprar, mirando el nuevo mundo que me esperaba con ilusión. Faltaba poco para verlo, vivir con él y comenzar de nuevo. El 18 de septiembre de 1980. 

El olor a café me despertó gratamente. Después de mucho sonreía confiada y de pronto escuché voces de alarma.. ¡no puede ser!, ¡ojalá no los agarren!.. salté de la cama y corrí para saber qué había pasado. Los miembros del ERP habían volado, literalmente, a Anastacio Somoza, el dictador nicaragüense, que vivía plácidamente en Asunción, mi destino del día siguiente. Quedé paralizada otra vez. ¿Cómo podía suceder?

Los amigos ecuatorianos, al conocer la noticia de la muerte del multimillonario dictador, corrieron a dar pasaportes a los dos bolivianos exiliados, los metieron en un avión y los mandaron a Quito, para escapar de la represión paraguaya. ¿Y yo…? ¿Qué hago…? El boleto de avión que había acariciado como un símbolo de amor y de reencuentro, ya no valía nada. Ni siquiera podía viajar y tampoco valía la pena. El ya no estaba allí y yo debía ahora esperar su llamada para saber dónde dirigirme y cómo hacerlo. Otra vez la incertidumbre, otra vez la espera, mirando al teléfono que se empecinaba en no sonar…


3. Llegamos a Santiago respirando aire puro, libertad y alivio. Los chilenos habían  logrado lo que nosotros no pudimos. Vencer al infortunio, al poder desmedido, la brutalidad del poder mal utilizado… dejamos atrás amigos, compañeros y compañeras a cargo de su vida, de estar pendientes de dónde lo llevaban, cuándo y alertar sobre cualquier movimiento para gritar ¡está vivo!. Me obligaron a salir para salvaguardar la seguridad de los niños, todavía tan pequeños. 

La amistad de los chilenos era sobrecogedora. Aquí estarás bien, no te faltará nada, te ayudaremos, descansa, mañana comenzamos a buscar un lugar tranquilo para esperarlo, saldrá pronto, la solidaridad mundial está en movimiento, lo lograremos…

Intuyendo que el aire era otro, los niños jugaban como si hubieran vuelto a casa. Hagamos una pequeña reunión de evaluación: hemos logrado traerte sin problemas, estás segura y aunque las fuerzas contra revolucionarias están muy activas, el Presidente está firme, estamos unidos.. lo lograremos..

Sobraron los días de una semana para que me debiera militante a nuevas causas. Era boliviana pero ejercía como chilena. Había pasado poco más de un año de la estruendosa victoria en las urnas del 4 de septiembre de 1970 en que la Unidad Popular se hizo del gobierno. ¡Había tanto por hacer!. Hacer realidad los sueños en cada paso, en cada caso, en cada circunstancia. 

El apartamento era como un pequeño refugio donde acudían regularmente los compañeros y compañeras para hacer los análisis políticos que yo escuchaba en silencio y que comenzaban después de que la televisión chilena pasaba el programa de Plaza Sésamo que invitaba a los chicos a dormir.  Al final, siempre la voz de aliento. No te preocupes, está vivo y en la cárcel, aunque sea paradójico, está a salvo. Seguimos trabajando para traerlo. 

Como una chilena más, esperaba los domingos el nuevo capítulo de Sombras Tenebrosas, la serie de televisión que convirtió a sus personajes, Barrabás Collins y Elizabeth en los más populares y conocidos de Chile. Y así, pasaron los meses, haciendo un seguimiento estricto de cada detalle, cada victoria y cada derrota para poder contarle cuando lo vea.

Festejamos el sexto cumpleaños de mi bebé con otros niños del condominio. Globos, banderines y pasteles que trajeron las amigas. Era domingo 9 de septiembre. Nada parecía ensombrecer la vida normal de la espera, siempre la espera..

Comenzamos la semana corriendo a la guardería para luego ir, también corriendo, a comprar en las ofertas del mercado. Había pocas cosas pero los precios no podían ser más convenientes y llegar tarde significaba un gasto de dinero que no tenía. Entonces cuidábamos las monedas para guardarlas en un frasquito de aceitunas para cuando él llegara.

No teníamos acceso a información privilegiada pero sabíamos que todo se movía y era en nuestra contra. El martes 11 de septiembre, poner el agua a hervir para preparar el desayuno y casi automáticamente encender la pequeña radio de la cocina y no había señal. Busqué con calma otro dial hasta que pude sintonizar Radio Magallanes y me di cuenta que era la única radio no silenciada. Nadie tenía que avisarme nada. Yo lo sabía porque lo había vivido poco más de dos años antes en Bolivia. 

Busqué rápidamente lo que yo llamaba los “anuncios de Dios”, direcciones importantes, rebajas espectaculares y otras informaciones que podían ser útiles en cualquier momento. La embajada estaba a pocas cuadras, no era lejos y podía ir corriendo a buscar ayuda para mí y para mis hijos. El viejo maletín siempre estaba preparado. Sólo había que despertar a los niños y salir. Era un día frio, no sé si por el tiempo o por la angustia. Mientras daba vueltas de un rincón a otro mirando qué podía servir y qué no, mis ojos se posaban en el aparato negro del teléfono pero no sonaba. Claro, me dije, están todos escapando, o buscando un refugio donde podamos juntarnos para iniciar la resistencia. 

Terminé de alistar las cosas y el teléfono nunca sonó. 

Cinco cosas debía tener en mi mano me dije: los dos niños, la bolsa con mamaderas y pañales, la de ropa y la de algunas galletas que tenía. Cinco cosas para poder correr si era necesario. 

Salí del departamento con los niños medio dormidos y caminé hacia la puerta del edificio como si fuera un martes normal, de los muchos que ya había pasado en Chile, pero las calles vacías me dijeron otra cosa. No había ni gente ni autos ni el bullicio normal de la vida cotidiana. El silencio era tan abrumador que ensordecía. 

Caminé lento hacia la embajada que había visto tantas veces y decidí quedarme a una cuadra donde estaba la Iglesia a la que acudía a pedir por él, por el país, por los compañeros, por mis hijos, por mí.  En ese orden. Me faltaban unos pasos para llegar al atrio cuando escuché una voz que en susurro me decía ¡apúrese! ya llega el tanque que da la vuelta a la cuadra..!  En menos de lo que me di cuenta ya estaba dentro de la Iglesia, atestada de gente asustada, enmudecida, arrinconada.

Un joven que parecía el líder se me acercó y me dijo ¿boliviana?, no te dejarán salir de aquí. Tienes que salvar a los niños primero. Calculemos el tiempo de vuelta del tanque y debes correr a la embajada con cada uno de ellos y entregarlo allí. Alguien lo cuidará te aseguro. Luego vas con el otro y después, si tenemos suerte, iremos uno por uno a buscar asilo. Nos dicen que en la embajada están recibiendo gente. 

Pensé que el hombre estaba loco de remate pero no había otro que propusiera algo más cuerdo. El plan se cumplió fielmente pero en dos días. Corrí a la embajada pero cuando me acercaba pude ver a los guardias apostados en la puerta, corrí entonces hacia la barda lateral y pregunté ¿hay alguien del otro lado?, sí.. me contestaron, lance las cosas…  y sin pensarlo lo lancé… no pude respirar, esperaba el llanto desesperado del golpe pero sólo escuché, como en un sueño.. todo bien…. Y retorné corriendo a la Iglesia en busca del segundo… 

Tres meses después de vivir entre decenas de hombres y mujeres que se convirtieron rápidamente en mis hermanos, como una autómata subí al avión. Contaba una y otra vez las cinco cosas que tenía en la mano más una pequeña cartera con los documentos de refugiada que me habían otorgado en la embajada. Era el pasaporte a una nueva vida. París. La ciudad de las luces, de los enamorados, pero también de la estabilidad democrática. Allí no habían golpes, además, una nueva vida, juntos otra vez después de tanto tiempo…


4. Los besos apurados, apretados, angustiados de la despedida. Cuidate mucho, le dije, los niños te necesitan. Te enviaré toda la información que pueda recoger… los compañeros te traerán algo de plata, me dijo entre caricias que no hacían falta, nuestras miradas lo decían todo.

No había pasado todavía la humedad de mis lágrimas cuando escuché los golpes estruendosos en la puerta. Irrespetuosos, imperantes.. respiré hondo y cubierta con una bata de dormir salí a abrirles la puerta. Era como si los hubiera visto antes, ya los conocía. Tenían las mismas caras, las mismas miradas esquivas. 

¡!Dónde está carajo!! Gritó el que parecía el jefe…

¡!Eso es lo que yo quisiera saber también!! Contesté con igual o mayor aplomo. ¡Ese hijo de puta me ha abandonado con mis hijos, no me dejó plata y nadie sabe de su paradero.. seguramente se fue con su puta.. así que si lo encuentran, me lo traen para que yo misma lo ahorque con mis propias manos.. ¡

Desconcierto total, se miraron unos a otros y comenzaron a buscar debajo de los sillones, de las camas, en la cocina…

¿No me han oído? ¡Yo también lo estoy buscando pero para matarlo sin contemplaciones! Grité de nuevo…

Vámonos Carloncho, dijo uno de ellos, no está aquí.. yo también hubiera abandonado a esta loca… vámonos…

Un par de patadas a mi pequeño banquito fue la despedida de los esbirros que salieron a tropezones y raudos se alejaron en un jeep sin placas… comencé entonces a llorar desconsoladamente. Se había salvado, otra vez, por sólo unos minutos..


5. El pequeño altillo en plena avenida Amazonas era un refugio perfecto de amor. ¡Ay si esas paredes hablaran! Contarían momentos llenos de pasión, de amor apurado porque todavía no habíamos vencido del todo el miedo a la persecución. Vivíamos intensamente cada minuto, cada abrazo, cada beso, cada noche de amor.. y apretados el uno al otro jurábamos nunca más separarnos..

Lleno de sol, con muebles envejecidos pero bonitos, acogíamos a todos los compañeros que, al caer la tarde, llegaban infaltablemente a la reunión de evaluación del día pero también a contarnos sus jornadas de éxitos y fracasos. 

El primero que llegaba comenzaba a batir el Nescafé con azúcar para ir dosificando la crema al resto. Con un número de cinco, comenzaba la reunión con el relato de las últimas noticias del país: 

- “dice que lo han agarrado al fulano”

- “no, era al sutano”

- “dice que no hay nada, que la dictadura se cae”

- “ a mí me han dicho que le silvan en la calle a los militares”

No había límite para las buenas noticias llegadas desde el país. Pero lo cierto, lo verdadero, era que los dictadores seguían en el poder y en el Palacio, disfrutando de los fondos del erario nacional. 

El primer tema del “análisis” era la situación de documentos de los más de 80 exiliados que vivíamos en Quito. Muchos sin papeles, sin trabajo, reponiéndose de las torturas y de los momentos de angustia vividos en el país. 

La prioridad era regularizar nuestra estadía en ese país tan parecido al nuestro. No era fácil. Teníamos de nuestro lado la enorme solidaridad del Presidente Jaime Roldós pero, al mismo tiempo, la desconfianza abierta del Vicepresidente Hurtado, demócrata cristiano que apoyaba al gobierno fascista en Nicaragua como nos contaban los “nicas” que habían logrado llegar a Quito. 

Luego se enumeraban los contactos que se habían hecho para lograr algunos trabajos, aunque fuera eventuales. Tal ONG tiene un puesto por un mes; en esta empresa nos ofrecen un medio tiempo, allá necesitan un sociólogo, acá un economista por horas. Y así nos fuimos ubicando, poco a poco, a cuenta gotas pero sin perder la esperanza. 

Y para terminar la “agenda diaria”, el recuento de cuánto había y quién necesitaba más o menos. Le llamábamos el “fondo colectivo” donde todos poníamos lo que teníamos y se redistribuía de acuerdo a la necesidad. ¡Nunca vi tanta solidaridad y tanto desapego al dinero!

Nos considerábamos privilegiados. El tenía los papeles que le había dado la embajada ecuatoriana en Asunción del Paraguay y yo tenía mi carnet de refugiada del ACNUR; además, ambos con trabajos estables que nos permitieron alquilar el altillo. No había hijos todavía así que la situación económica era saludable comparada con los demás. 

El jueves, me dijo, llega la esposa de nuestro compañero, con sus hijos, debemos ir a recibirla al aeropuerto. Yo sólo la conocía de nombre pero la esperaba como se espera a una hermana. 

El aeropuerto de Quito era entonces pequeño. Podía verse a los aviones desde una ventana y divisar también a los pasajeros. Buscaba una mujer con dos hijos pero no logreé divisarla entre los que llegaban, ni su esposo ni mi marido estaban en el aeropuerto, corrí de una puerta a otra buscándola y después de un buen tiempo de preguntar, asumí que había salido del aeropuerto y decidí irme a mi casa. En la calle, esperando el transporte público divisé entonces a una mujer delgada, muy delgada, con dos niños, una pequeña maleta y dos o tres bolsas colgadas de todos lados. No dudé ni un instante. Era ella. Corrí y nos abrazamos como si nos hubiéramos conocido de toda la vida. Allí nació esta hermandad que ha superado todos los escollos, los del poder y los del no-poder que son más graves. 

Buscar casa, colegio, mercado cercano, instalarse fue cosa de poco tiempo. Éramos muchas y todas dispuestas a ayudar. Ya llegaba la una con fruta o la otra con verduras y otro que ofrecía cuidar a los niños mientras ella hacía los trámites en el colegio. 

Como en todas las ciudades donde habíamos vivido, seguíamos al detalle los pormenores de la política ecuatoriana y, con mayor angustia, las discrepancias entre el Presidente Roldós y el Vicepresidente Hurtado, a quien no le hacía ninguna gracia que su país se convirtiera en sitio de refugio para cientos de exiliados de todas partes. 

Sólo había que ir a la Plaza de las Américas para saber cuántos éramos y de dónde veníamos. Paraguayos, argentinos, chilenos, bolivianos, uruguayos, nicaragüenses, hondureños, en fin, no había país de la América Latina que no tuviera algún representante. El agradecimiento con Ecuador y los ecuatorianos era unánime y profundo. 

Roldós era apasionado, no se iba en medias tintas. Sentía profundo orgullo por ser uno de los pocos presidentes democráticamente elegido y abrió las puertas del Ecuador a líderes políticos de distintas líneas. 

El 24 de mayo de 1981, pronunció un histórico discurso en el Estadio de Quito: 

“Probemos el amor de la patria cumpliendo cada quien con nuestro deber. Nuestra gran pasión es y debe ser el Ecuador. Nuestra gran pasión, oídme; es y debe ser el Ecuador. Este Ecuador que no lo queremos enredar en lo intrascendente, sino en lo valeroso, luchador infatigable, forjando un destino de grandeza. El Ecuador heroico que triunfó en Pichincha, el Ecuador de los valerosos de hoy, heroicos luchadores de Paquisha, Machinaza y Mayayacu, inmolados en estas legendarias trincheras. El Ecuador heroico de la Cordillera del Cóndor. El Ecuador eterno y unido en la defensa de su heredad territorial. El Ecuador democrático, capaz de dar lecciones históricas de humanismo, trabajo y libertad. Este Ecuador Amazónico, desde siempre y hasta siempre. ¡Viva la patria!” 

Al día siguiente lo mataron aunque la figura oficial fue de “accidente” en el cerro Huayrapungo, en Loja. Lloramos por él como se llora a un amigo, engrosamos las filas de cientos de miles de ecuatorianos que salieron a las calles incrédulos por la noticia. Y tuvimos que salir, otra vez, corriendo hacia Colombia. Ya no había cabida para nosotros. 


6. Ser joven en esos tiempos en Colombia era casi un delito. Te miraban con desconfianza en la calle y yo tenía la impresión, seguramente sólo mi impresión, de que los mayores evitaban estar cerca de nosotros. 

El M-19 era entonces la pesadilla de las fuerzas del orden. Los veían por todas partes y aunque no eran ellos precisamente, muchos terminaron con sus huesos en las celdas, acusados de estar vinculados o de conocer a alguno de los más buscados. 

Las mujeres encontrábamos una sinergia inmediata. Las colombianas nos pusieron al tanto de sus propias historias. Eran iguales a las nuestras, cambiaban los lugares y alguna que otra circunstancia pero, en el fondo, eran historias repetidas. 

– “Debo trabajar y en las noches hacer otras cosas”.

- “No me alcanza para nada y él tiene que dedicarse al partido, a trabajar para cambiar las cosas”

 Jamás escuché una queja, un lamento, un reproche. 

Los que nos acogieron primero eran médicos. Ambos trabajaban en hospitales de la periferia de Bogotá, al final de no sé qué Carrera (así se llaman las avenidas) y la calle de un número infinito. Lo cierto es que era un hospital para pobres donde, obviamente, faltaba de todo. 

Nos instalamos con la esperanza de conseguir trabajo a la brevedad posible. Y comenzó la búsqueda. Los periodistas me acogieron de inmediato y los compañeros lo acogieron a él para dar charlas de análisis de la situación política latinoamericana y sus perspectivas. Habría algunos dólares por compartir esas ideas. Parecían suficientes para comenzar. 

Los documentos, esa pesadilla sin nombre, se iniciaba de nuevo. Había que buscar una salida pronto o tendríamos que partir a otro país más “abierto” en estas cuestiones. Una de esas noches, sentados todos con el aromático café colombiano en las manos, llegó el “Flaco” exultante. Se había animado a ir al Consulado de Bolivia a contar el cuento de que perdió sus documentos. El Cónsul de la dictadura, sin siquiera mirarlo, le extendió un pasaporte legítimo y válido. No lo podíamos creer. 

Al día siguiente, partieron otros dos compañeros con el mismo cuento para ver si se repetía el milagro. Y se repitió. Y al día siguiente otros dos lograron el sueño y, finalmente, nosotros. Ya con documentos la cosa era distinta. Podíamos salir a las calles bogotanas con más tranquilidad. 

Sabíamos perfectamente que la solidaridad era infinita tanto como limitadas eran las posibilidades económicas. Más de 10 o 15 días como alojados podían desequilibrar las magras y débiles economías. Buscamos otro lugar y un compañero nos acogió en su casita de obrero, en una de las lomas bogotanas.  En la noche, mientras charlábamos con ella que tenía iguales historias a las que había oído tantas veces, le pregunté: ¿Y tu compañero, a qué se dedica?

Es ladrón, me contestó. Hay días buenos y días malos. 


7. El tamaño monstruoso de la ciudad ya era por sí mismo sobrecogedor. Eso y haber recorrido buena parte del Continente en busca de un lugar donde vivir con cierta tranquilidad, no me dejaba llegar con algo de paz a la capital paulista. 

Otro idioma, otra cultura, pero el mismo temor. Los militares todavía gobernaban Brasil y se notaba en las calles, en el cine, en los supermercados, la supremacía de esa “clase” en el poder. Tenían incluso puertas especiales en los lugares públicos.

Rápidamente hicimos un núcleo de amigos afines en ideología y en precariedad de la situación. Solamente uno trabajaba en una petrolera y su economía era más que holgada lo cual no coincidía con su situación familiar, personal y sentimental porque andaba solo con sus dos pequeños hijos. De la mujer sabíamos poco a nada. 

El día que se casaba la Princesa Diana con toda la pompa monárquica en Inglaterra, yo me hacía la prueba de embarazo. Ya tenía tres semanas de retraso. En realidad, era sólo para confirmar que el amor daba su primer fruto. Yo ya lo sabía. Tenía sentimientos encontrados. La inestabilidad permanente y la experiencia de las compañeras que había visto y conocido en otros países cargando, literalmente, a pequeños, me daba terror. 

Tramité mi carnet de ACNUR para recibir el apoyo de cien dólares que entonces correspondía a los refugiados; además, todos dijeron que era un seguro que podía servir de algo en un momento de riesgo. Y comenzamos la vida. 

Los amigos escritores, historiadores, comunicadores y periodistas se movilizaron para conseguirle una serie de charlas sobre la democracia, las dictaduras, todos los negociados de narcotráfico y otros delitos de los que teníamos conocimiento y archivos de periódicos, escrupulosamente ordenados, que recogíamos en el aeropuerto de quienes llegaban a la ciudad capital a hacer negocios. 

Y así llegamos a la monstruosa USPI que en realidad era la Universidad de San Pablo, toda una ciudad con cientos de miles de jóvenes ávidos por conocer nuestra historia. Les parecía fascinante nuestra entrega, nuestra lucha pero sobretodo la convicción de que esto pasaría si recibíamos el apoyo de otros países que le quitaran legitimidad a la dictadura. Además, las charlas eran pagadas por la Universidad a donde viajábamos cargando los archivos.

Con otro compatriota, decidimos asistir a unas sesiones de “macumba” para meterle a un muñeco, vestido de militar, todos los alfileres que encontramos y ver si del más allá nos daban una mano. Viajamos un par de horas y nos metimos en los recovecos de una favela para llegar al lugar donde se realizaba la ceremonia. Era tan impresionante la sangre de gallinas y los gritos, que salí convencida de que al dictador le quedaban unas horas de vida. Pero nada sucedió. Desistí del camino de la magia y me puse a buscar trabajo. 

Mandé la noticia de mi embarazo a los míos que la recibieron con gritos de alegría y luego llanto de preocupación. ¿Cómo íbamos a mantenerla?, ¿dónde viviríamos con un bebé?. Tal fue la preocupación, especialmente de mi madre, que habrá usado toda su capacidad de convencimiento con mi padre para enviar a San Pablo a mi hermana menor con unos dólares de ayuda que cayeron como del cielo. 

No habíamos logrado alquilar un departamento por falta de garantías así que vivíamos en uno muy pequeño, hotel en realidad, en lo que los brasileños llamaban “boca do lixo”, es decir, la entrada de la basura. El lugar más peligroso de la ciudad que se vaciaba como por encanto cuando el sol escapaba hacia las playas. Nuestros vecinos eran raros pero tenían la ternura indescriptible de la solidaridad humana. Un travestí chileno, una prostituta de enormes senos, un par de homosexuales y muchos, muchos negros, conformaban la vecindad de la Plaza Roosvelt, en pleno centro paulista. 

En las mañanas, salíamos temprano a comprar el pan cuando ellos llegaban del trabajo y saludaban con ternura preguntando por el vientre que creció de inmediato al ritmo de mi voraz apetito. La conocida escena del café batido y las reuniones de análisis de coyuntura se repitió en San Pablo como calcada. Caía la tarde y los compañeros llegaban con periódicos y noticias. Al final, estábamos más cerca de la frontera que en ningún otro de nuestros avatares. 

Elegimos el médico que atendiera el embarazo, un compatriota que vivía ya un par de décadas en Brasil y él se encargó de elegir una pequeña clínica donde vendría al mundo mi muñeca un 10 de mayo de 1982. Su padre no estaba en San Pablo para recibirla con todos los honores, porque se encontraba clandestino en el país, cumpliendo tareas de organización del partido. 

Cuando le avisamos, a través de la red de contactos, se echó a llorar amargamente. La princesa había llegado a la casa y él no estaba para recibirla. Optimista, se compró un vino y celebró con un amigo que luego sería nuestro compadre. 

Y así comenzó nuestra vida de tres. Teresiña era una mujer enorme, capaz de alzar sola un refrigerador y limpiar el departamento en un día sin descansar más que en los horarios de la comida. Se prendó de inmediato de mi pequeña y cuidaba de ella cuando yo salía al trabajo. Trabajaba todo el año para bailar en una escuela de zamba como “destaque” y ¡vaya que tenía condiciones!. Nos hicimos entrañables amigas y prometimos que si había democracia, mi primera invitada sería ella. Cuando intenté cumplir mi promesa, no pude encontrarla con los datos que tenía. Se perdió en la multitud del carnaval y nunca más supe su paradero, pero la recuerdo como mi compañera más entrañable. 

Mis pechos duplicaron su tamaño por la leche y en las noches, en medio de quejidos y ayes, me sacaba el nutritivo jugo en pequeñas mamaderas. El dolor era insoportable tanto como el insaciable apetito de mi niña. 

Habían pasado pocos meses cuando el dictador no tuvo otra que dictar amnistía irrestricta. ¡Podíamos volver sin limitaciones!. La llamada de mi madre con la noticia tuvo el efecto de un corcho al salir de una botella. Colgué el teléfono y comencé a empacar mis pertenencias que a esas alturas ya eran interesantes: un refrigerador, una cama, sillitas y mesitas, además de un hermoso espejo comprado en una venta de garaje. Cuna, juguetitos y ropa de la niña completaron más de diez cajas escrupulosamente embaladas.

Al día siguiente de la noticia de la amnistía, cargué a la bebé y partí al Departamento de Extranjería, el DEGRAN, como le llamaban. En Brasil todo es enorme y así también son las filas para cualquier trámite. Cuando llegué a la mesa que me correspondía, con una sonrisa y mi pasaporte en la mano acompañado de un certificado de nacimiento como “nacida en Brasil” me topé con un hombre pequeño, de bigotes y mirada que me recordaba a la de un tiburón. Mientras yo le hablaba, él miraba al infinito. Mi pedido era simple: un pasaporte para mi pequeña brasilera porque yo podría retornar a mi país. 

¿Usted no conoce las leyes del país? Me dijo. Ningún brasileño o brasileña puede salir del territorio antes de los 40 días, además, su visa está vencida y debe pagar una multa de tres mil dólares y, finalmente, hay una madre brasileña llorando por el bebé que Ud. seguramente ha robado”. Quedé paralizada, mi portugués se borró de mi mente y de mi boca y sólo atiné a decir ¿Quéeeeeeeeeeeeee?

Entre mi turbación y mi desesperación, entendí que el pequeño hombre iba a buscar a su jefe para informarle que había encontrado a una bebé robada y se levantó de la silla. Unas mujeres me dijeron ¡váyase! ¡corra! Y eso hice. Llegué al metro casi al filo de mis fuerzas y entré al vagón abrazando a mi pequeña. Rezaba que Teresiña hubiera llegado para ir en busca de los amigos y, además de contarles la historia, pedir que me ayuden. 

Bastó una llamada de alerta para que después de poco tiempo, mi pequeño departamento se llenara de amigos. Unos traían el teléfono de Justicia y Paz, otros el nombre de un contacto en Derechos Humanos, en fin; rápidamente hicimos una lista de lugares y llamamos a uno de los líderes de la oposición, Tancredo Neves, que años después murió horas antes de asumir la presidencia del enorme país. Su consejo fue tajante. Entrega la niña al Arzobispo y comencemos la pelea. Las monjas van a cuidarla pero la Policía del DEGRAN irá mañana a tu casa a recogerla y sabe Dios si podremos encontrarla de nuevo. Teresiña partió con las mamaderas, un par de bolsones con pañales y mi hijita.  Y comenzó un vía crucis que jamás hubiera imaginado. 

Visita a periodistas, abogados de derechos humanos, oenegistas de toda laya, que me fueron contando en el camino que la mala suerte me había puesto al frente de un conocido torturador de la dictadura. Su nombre era conocido y temido. 

La Iglesia Católica hace lo suyo como en todos nuestros países. Recibí su incondicional apoyo durante 22 días en que finalmente logré que me deportaran, autorizando el viaje de la niña con un pasaporte que fue prácticamente arrancado a las autoridades. El mío, que todavía conservo, fue llenado de sellos rojos con toda clase de anuncios. En esos 22 días embalé hasta la basura y organicé mi plan de salida de un país al que nunca más quería volver. 

Teresiña y yo partimos al aeropuerto casi de madrugada. Tres taxistas cargaron mis cajas y le regalé mi espejo, un colchón y algunas latas que ya no cabían en mi equipaje. Ella lloraba abrazada de la bebé que habíamos recogido la noche anterior del cuidado de las monjas. Besé muchas veces al obispo y a las hermanas por quienes todavía hoy envío oraciones de agradecimiento. 

El aeropuerto de San Pablo tiene miles de personas que llenan las decenas de vuelos que parten sin cesar. Entregamos el equipaje y caja tras caja, los funcionarios me repetían ¿ha considerado Ud. el exceso de equipaje? Y yo, contestaba con firmeza. Por supuesto. Acompañaban las cajas una enorme que era el regalo de los amigos. Eran pañales desechables que por entonces en mi país eran un lujo que no podría costear. 

Mis cajas, bien embaladas y marcadas, entraron primeras al equipaje. Y esperamos la última llamada a los pasajeros. Cuando ya la voz anunciaba la alarma de “última llamada”, me acerqué y dije, voy en el vuelo tanto y no tengo dinero para pagar el exceso de equipaje, además, me han deportado y debo salir de este país hoy mismo para que no me quiten a mi bebé. 

Los funcionarios no salían de su asombro. Carreras de ida y vuelta mientras los gritos de los de mayor jerarquía se escuchaban en toda esa zona del aeropuerto. “!Cierren el vuelo, cierren el vuelo!”. Tendrá que pagar al llegar a destino, me dijeron y me sellaron el pase a bordo y casi a empujones salí de Brasil. Mi última imagen es Teresiña con un pañuelo blanco que gritaba y lloraba sin ningún decoro ¡!!cuida a la bebé…!!!

Volvía a Bolivia después de unos años de andar por la América en calidad de paria. Comenzaba la democracia donde, al menos en teoría, nosotros éramos importantes. 

Nada más entrar en la calurosa sala del aeropuerto El Trompillo, lo divisé junto al entrañable amigo con quien habíamos compartido tanto tiempo. ¿Y tu equipaje?  me dijo, recogeremos la maleta mientras nos esperan en el auto… 

Cuando saqué de mi cartera la colección de tikets de todo mi equipaje y comencé a relatar a borbotones mi salida de San Pablo, mi compañero cogió a la niña en brazos y se fue del aeropuerto con una cara de furia que yo temía más que la de los sedientos aduaneros que pensaban en lo jugoso que sería decomisar mis cajas llenas de latas, enseres de casa y, lo más valioso, mi cajón de pañales. 

Con la tranquilidad más grande comencé a ejecutar mi plan. Poner en una fila todas las cajas y esperar a que llegara el más sediento de todos los aduaneros. Cuando estuvo a mi frente le dije: me expulsaron de Bolivia, no me fui, me botaron. Me expulsaron de San Pablo, no me fui, me deportaron. Lo que ve Ud. aquí son las cosas personales que he acumulado en años de exilio, abra la caja que quiera pero si su decisión es quitármela, inmediatamente le prenderé fuego para quemar de una sola vez todos estos recuerdos, ¿le queda claro?. Mi  amigo, temblando de miedo, parado detrás para salvar mi pellejo antes que cualquiera de las cajas y maletas. 

El hombre me miró largamente y me dijo con voz ronca: “esos no son recuerdos, son pañales”. Efectivamente, le dije, mis amigos recaudaron y me la dieron de regalo, ¿la quiere?, total, es lo que arderá más rápido. 

Ordene las cosas por número y salga de aquí lo más rápido que pueda, dijo. Y salí con mis recuerdos encajonados para comenzar la vida en democracia. 


8. Las marchas y contramarchas impedían el paso de autos y peatones todos los días. Nadie se explicaba por qué el Presidente no ponía orden. Los dinamitazos hacían temblar las casas y saltar los adoquines, los gritos contra el gobierno eran cosa de todos los días, cada vez con más furia. 

Los líderes sindicales encabezaban las movilizaciones. A muchos los había visto en alguna de las ciudades de nuestro periplo y a otros los identificaba, casi de memoria, de las marchas exigiendo democracia y libertad, sólo unos años antes. Ahora estábamos en dos frentes: unos con el gobierno y otros con el desgobierno... todo indicaba que la malévola frase de Víctor Paz de que “la única forma de ganarle a esa máquina naranja que sólo sirve para ganar elecciones, es dejarla gobernar” tenía su parte de verdad…

El Presidente era un hombre de hablar pausado, suave hasta en sus más mínimos ademanes. Lo conocí y acompañé por un par de años. Tardes enteras nos pasamos tomando café y escuchando sus historias y sus sueños. Tuve el privilegio de oir de viva voz su relato de las jornadas de abril de 1952; de por qué le entregó el tan esperado mando a su compañero Víctor Paz que estaba en Buenos Aires; los por qués de la dura rivalidad entre los líderes de la Revolución de abril pero, sobre todo, compartir sus sueños de una Bolivia con libertad política y paz en los hogares. 

Vivía solo acompañado de Daniel, un joven campesino que era como su hijo. Se separó de su familia para darle la seguridad de estar lejos de él, siempre en la fila de posibles atentados. Los extrañaba, soy testigo porque muchas veces me hablaba de lo extraordinaria que eran su esposa y sus hijas. 

Yo llegaba en las tardes para ver la agenda, responder el teléfono cual si fuera una secretaria y ocultarme en cuanto llegaban a su casa los líderes de los partidos. Muchas veces, mientras esperábamos alguna visita, don Hernán me decía: “ya verás, vienen a pedir esto y lo otro… me lo dirán con cuidado como si yo no entendiera...” y así sucedía exactamente. Cuando se iban, con la sonrisa de quien todo lo sabe y lo conoce decía: “¿qué te dije?”

Era un hombre sabio, ¡qué duda cabe!. Sabio de la vida, conocedor del pueblo, sabedor de sus debilidades y admirador de sus fortalezas. Cuando este pueblo se levanta, decía, nada ni nadie lo puede detener. Esa es nuestra mayor riqueza nos decía siempre a Daniel, a don Lucho, su amigo de toda la vida, y a mí que, al escucharlo, nos sentíamos absoluta e invenciblemente poderosos. La cuestión es siempre estar de su lado y eso es lo difícil, repetía siempre. 

Los tres sabíamos que no había cosa en el mundo que quebrantara su honestidad, no parecía tener dinero pero tampoco le importaba. No había lujos, ni se extrañaban, en la pequeña casita de la avenida Arce. Hombre austero, sencillo, tranquilo con su conciencia. Hacía política incluso cuando dormía. 

Cuando el 10 de octubre de 1982 lo vi levantar su brazo derecho saludando al pueblo que lo vitoreaba por miles, me venían a la mente las veces que él se declaró admirador incondicional de ese pueblo que ahora lo aclamaba pero también conocedor de sus debilidades. Junto a él, en el podio del poder, no estábamos ninguno de los tres. Daniel estaría en la casita mirando el triunfo por televisión; don Lucho, anónimamente, entre la gente y yo, sentada en una acera con mi hija dormida y mi amiga, intentando llegar a alguna parte. 

Me puse el mejor traje que tenía para estar en el Congreso. 10 de octubre. 3 de la tarde. Plaza llena de gente, banderas, vivas, gritos y los temidos militares, bien formados y firmes para recibir órdenes de quienes habían perseguido sin misericordia. 

Los ajetreos habían sido tantos que no hubo la menor posibilidad de saludar siquiera a mi amigo de otros tiempos. Mi adrenalina hervía así que, otra vez, repasé mentalmente mi plan de ubicarme entre los periodistas que tratarían de sacar fotos de primeros planos cuando el flamante Presidente cruzara del Congreso al Palacio. En lo más profundo, me repetía una y otra vez.. cuando me vea, me saludará.. pasaré del anonimato al estrellato y resolveré mi problema principal.. la nacionalidad de mi hija…

Terminaron los discursos amplificados en la Plaza en sendos  parlantes y comenzaron los primeros acordes de la marcha presidencial que acompañaría al flamante mandatario, a su vicepresidente y a toda una delegación de parlamentarios a ocupar el Palacio.. corrí a ubicarme cumpliendo fielmente mi plan y entonces lo ví.. tranquilo, con la mano en alto y su sonrisa que le valió el mote de “conejo”… yo tenía un nudo en la garganta… la euforia popular me había contagiado, pero no quería que las emociones impidieran que me viera, que me salude, que me entregue la certeza de que todo valió la pena… fue un abrazo rápido y una frase al oído que confirmó todo lo que yo sabía.. “ven a verme, te espero..” 


9. Las brujas 

Cincuenta años después, tenemos una hermandad indestructible. Alguien, mal intencionado para visibilizar nuestra invisibilidad, decidió llamarnos “Grupo Político Las Brujas”. 

Siempre pensé que no era solamente una mala intención sino una profunda ignorancia. La nuestra era y es una hermandad indestructible. Todas conscientes de nuestra invisibilidad pero absolutamente claras de que éramos, en realidad, el sueño de los más preclaros asesores: asesoramiento permanente, veinticuatro siete, detrás del poder, siempre presente y, más importante, siempre influyente. 

Fueron los machos, patriarcales y dominantes, los que pusieron el nombre de brujas, con una connotación negativa, a esos grupos de mujeres que en los albores de la sociedad, se reunían para compartir conocimientos, penas, alegrías, recetas, pócimas de amor y desamor, remedios, sanaciones… y centurias después, la historia se repetía.

Sí, fuimos y somos brujas porque sin encantos ni maleficios, siempre supimos el final de todos y cada uno. Porque conocíamos la naturaleza del poder que no duraba en el tiempo y que sus secuelas eran perversas: soledad, aislamiento, marginalidad… y que, en esos momentos, nosotras las invisibles, también estaríamos allí, como un madero que llega de milagro a salvar en las aguas turbulentas. 

Sí, fuimos y somos brujas porque ya conocíamos la experiencia de la lucha por el poder, la soledad de los poderosos y la caída, estrepitosa en sus consecuencias pero sin voz de reclamos. Y allí, desde el principio, estuvimos y estamos ahora, contemplando el ocaso de los guerreros. 

No fueron pocos los sufrimientos como tampoco fueron pocas las alegrías. Sin embargo, lo peor no son esos sinsabores y carencias, lo peor son las consecuencias. Grandes compañeros, inmejorables amigos, importantes referencias, líderes de otro tiempo que quizá fue mejor, pero con grandes vacíos internos. Ausencias que los hijos todavía recuerdan; orientaciones que nunca llegaron en los tiempos oportunos para caminar la vida; acompañar el crecimiento en el día a día. Siempre supimos que nuestra presencia no era suficiente, faltaba algo más, ese protagonismo que llenaba, esos logros que podían publicarse. Estos, los pequeños pero trascendentes Instantes de la poesía de Borges, son ahora deudas impagables. 

Ahora somos protagonistas de nuestras propias historias. No tenemos grandes fortunas ni dejaremos importantes legados y nuestros nombres  no saldrán publicados en los periódicos y menos en las redes que no son de nuestro tiempo, pero sabemos que nuestra invisibilidad no era  inactiva ni marginal. Que fuimos militantes activas del sueño. Que le dimos las bases a los guerreros para salir a luchar sus batallas, seguros que en la tregua, había un lugar donde volver a sanar sus heridas. 

Y todas lo sabemos. Por eso, en noches de brujas, charlas interminables y después del necesario análisis de la coyuntura que, en el siguiente encuentro, comprobamos que era certero, podemos reirnos a carcajadas entrenando el discurso que por primera y única vez, tendremos que pronunciar en público, el de viudas.  

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