Hace tres años
Aquel 20 de octubre de 2019 la ciudadanía acudió a las urnas en cumplimiento a sus deberes democráticos. Había, no obstante, cierta desazón, después de manifestarse, en el ámbito político, la pretensión del entonces presidente Evo Morales de perpetuarse en el poder.
Los resultados del referendo del 21 de febrero de 2016 fueron categóricos, pues la población rechazó la pretensión prorroguista de Morales, quien buscaba un cambio constitucional que le permitiera nuevamente candidatear en los comicios generales de 2019, pese a que la Constitución Política del Estado sólo autorizaba una reelección consecutiva.
El jefe masista había prometido que obedecería la voluntad que se expresara en ese histórico referendo, pero no cumplió y usó la jurisdicción constitucional para forzar una nueva repostulación con el objetivo de alcanzar un cuarto mandato hasta 2025. Los magistrados del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), genuflexos ante el poder con intenciones absolutistas que encarnaba el también líder cocalero, sentenció el absurdo jurídico de que la reelección era un derecho humano, bajo una inconstitucional e inconvencional interpretación del Pacto de San José. Una opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que es vinculante a través de control de convencionalidad en todos los países adheridos al Pacto de San José, estableció en 2021 precisamente lo contrario: la reelección no es un derecho humano.
Recordemos que antes de manifestarse tan abiertamente el deseo de Morales de eternizarse en el poder, usó por primera vez la jurisdicción constitucional para que sentenciara que el primer gobierno de 2006 a 2009 no contaba, porque transcurrió bajo la Constitución de 1967 y sus reformas. La insistencia de este político en no dejar el gobierno, que recibió un duro revés en el referendo del 21F, reveló su olímpico desprecio por la Constitución que su régimen había promulgado y por la alternancia en el ejercicio del poder; en el fondo, la falsa actuación del TCP contribuyó dos veces a su propósito de permanecer en el poder y su segunda y retorcida sentencia lo habilitó para que terciara por un cuarto mandato.
El 20 de octubre de 2019 Morales llegó a la arena electoral como un candidato desgastado por casi 14 años de mando, con sonados casos de corrupción y críticas, y forzado, impuesto contra la voluntad del 21F, por las manipulaciones de la jurisdicción constitucional.
Lo que estaba fuera del libreto era que, ante la adversidad de los resultados preliminares de aquella elección, el oficialismo efectuara un fraude, corroborado por informes de la OEA, la UE y ahora EE.UU., en el intento de prorrogar a Morales. Ya sin posibilidades de seguir en el Palacio Quemado, fue más fuerte la soberbia y la arrogancia del dirigente cocalero de creerse imprescindible, antes que hacer lo que cualquier demócrata: aceptar que un país necesita de nuevos conductores políticos y nuevas ideas, según lo demanda el voto ciudadano.
Hoy, Bolivia sigue en medio de una crisis política causada por la falta de respeto de Morales a los principios y valores democráticos y al Estado Constitucional de Derecho. Y lo paradójico es que este político ha comenzado a destrozar a su propio partido en su intento, nunca abandonado, de volver al poder.