Una cosa es oponerse a las vacunas y a las disposiciones gubernamentales que las involucren y otra es hacerlo recurriendo a la violencia. Puede no valer ningún tipo de imposición, pero, sobre todo, no es aceptable aquella que responde a un grupo minoritario frente a otro ampliamente mayoritario. Más aún cuando se trata de la salud pública en general.
En Santa Cruz, Cochabamba y La Paz se han registrado situaciones graves de intolerancia de personas que se oponen a las vacunas contra el covid-19. No por su causa, sino por sus actos, quienes promueven este tipo de excesos merecen ser castigados al igual que todo aquel que incita a la violencia por cualquier motivo.
Las razones que exhiben los antivacunas, como lo hemos comentado desde este mismo espacio en varias oportunidades, son múltiples y algunas más serias que otras. Fuera de toda consideración u opinión, Bolivia —al igual que buena parte del mundo— se debate en estos días entre las determinaciones de las autoridades y representantes de instituciones y organizaciones sociales a favor de la salud y la oposición de reducidos grupos de personas que están en contra de una inmunización contra el coronavirus.
Entretanto, la altamente contagiosa variante ómicrom hace de las suyas y amenaza con poner en jaque a nuestro, de por sí, débil sistema sanitario. Aunque según los estudios científicos provoque menos internaciones hospitalarias y casos graves de la enfermedad, ante un gran número de pacientes no estamos exentos de vivir momentos de angustia por falta de espacios en los centros médicos en cualquier instante.
Ha sido tan errático el comportamiento del virus en las últimas semanas, a partir de la entrada en escena de la temida ómicron, que no todos los Comités de Operaciones de Emergencia Municipal (COEM) del país han sabido reaccionar a tiempo y, en general, lo han hecho de manera dispar.
Hoy en día, incluso, mientras unos no terminan de ponerse de acuerdo en la forma de endurecer las medidas de prevención, otros, como el de Santa Cruz de la Sierra, están decidiendo flexibilizarlas. A todo esto, en departamentos como en Chuquisaca, el Comité de Operaciones de Emergencia Departamental (COED) no puede reunirse hasta ahora después de cuatro postergaciones por distintos motivos.
La celebración de los carnavales (un tema de preocupación en un país como el nuestro, donde este tipo de fiestas entrañan mucho más que simple diversión), por lo pronto, está cerca de ser suspendida, o al menos de restringida a una mínima expresión.
Por otro lado, los decretos que establecen la obligatoriedad de presentar el carnet antivacuna o una prueba PCR negativa para ingresar a instituciones, hasta ahora, entrarán en vigencia el 26 de enero, según dijeron, con alguna flexibilidad, y las amenazas de organizaciones sociales, especialmente de El Alto, siguen latentes, pese a que el Gobierno anunció reuniones con ellas.
No va a ser fácil disuadir a esos grupos que, paradójicamente, responden, en lo político, al partido de gobierno. Aunque, si hacemos memoria, algunos de ellos, también allegados al MAS, espetaron al presidente del Senado, Andrónico Rodríguez, que fue él quien, al igual que otros dirigentes, les dijo a las bases campesinas que la pandemia no existía, ya que era “un invento de la derecha”.
Obviamente, lo hizo en un contexto en el que el MAS se encontraba en la oposición y quien gobernaba era Jeanine Áñez.
El gobierno de Áñez coincidió con la pandemia y el MAS no encontró mejor manera de oponerse que minimizando o directamente negando al covid-19. Las consecuencias las vivimos ahora, y las sufre también el nuevo gobierno, el de Luis Arce.