Estamos frente a una lista interminable de conflictos. Algunos propios de la crisis mundial de la salud y la economía, y otros, reales o ficticios, emergentes de nuestra idiosincrasia. En esta segunda lista están los relativos a la tierra, a los juicios generados por el cambio de gobierno y a la incomodidad cada vez mayor por una justicia que se aleja más de su propio nombre.
Otro conflicto político es el que plantea el MAS, que no pierde oportunidad para confrontar ideológicamente a los que considera sus antagónicos, dentro y fuera del territorio nacional. Un análisis histórico en perspectiva nos plantea la necesidad de no olvidarnos de que Bolivia ha pasado por dos pruebas durísimas en su pasado reciente: una guerra internacional hasta 1935 y una revolución en 1952, que debiera hacernos reflexionar sobre las lecciones que necesitamos obtener de ambos eventos. La primera de ellas, que no podemos volver a repetirlas por el costo que ello implica.
En el campo internacional, está claro, no existe ni remotamente la posibilidad de un escenario de confrontación. Sin embargo, en el campo interno, no dejan de escucharse, con diferentes tonos y actitudes, voces que plantean la posibilidad de ajustes de cuentas pendientes por temas no resueltos. La expresión de una nueva bifurcación, en una expresión nada feliz del vocero gubernamental, se refiere a ello.
Frente al belicismo verbal existente, tendríamos que preguntarnos si la sociedad boliviana estaría dispuesta a llevar sus diferencias y ser resueltas en modos no democráticos y con enfrentamiento como forma de hacerlo. ¿De verdad hay quien cree que no tenemos otra forma de resolver nuestras diferencias sino con el uso de la fuerza?
En un escenario de esta naturaleza cobran fuerza las palabras de Gandhi cuando decía que, si las mayorías silenciosas no luchan de manera no violenta por la paz, las minorías bulliciosas pueden terminar confundiendo a la sociedad. Parece necesario realizar un compromiso de pensamiento, palabra y obra en favor de la paz y contra la violencia. Debemos hacer escuchar nuestra voz quienes, siendo mayoría, no queremos que las voces agoreras de los violentos nos arrastren por un camino que se sabe cuándo se inicia, pero no cuándo ni cómo terminará.
Más allá de nuestras legítimas diferencias ideológicas y políticas, tenemos un compromiso con la vida y la continuidad de nuestro modelo democrático que deben ser los que guíen las decisiones que deben adoptarse en estos tiempos tan complicados. La salud y el trabajo no dependen ya de un discurso electoral sino de una acción colectiva de gobernantes y gobernados, que debemos asumir. La repetición hasta el cansancio de esta convicción, como decía Gandhi, es el mejor instrumento de la no violencia.
Hay adversarios, no enemigos; existen diferencias culturales, geográficas, sociales complicadas o complementarias, depende cómo queramos verlas, pero en ningún caso en proporción y gravedad como para romper el pacto social por el respeto, la tolerancia y el entendimiento.
La agenda de las ciudades, la migración indetenible, el abandono de áreas productivas, la seguridad alimentaria, la ocupación de la tierra, son pruebas de que el mundo, y nosotros también, sabemos cómo resolver.
Soy perfectamente consciente del contenido de estas reflexiones, no hay ingenuidad ni inocencia en mis palabras, y por eso, necesitamos un debate amplio y maduro, con la ponderación y el equilibrio que se necesita para enfrentar esta prueba, en paz y en democracia.