Una obra ambiciosa que nunca se dejó de escribir
Con una creatividad y una disciplina excepcionales, el escritor peruano fue construyendo desde su juventud un corpus de novelas y ensayos que se encuentran en lo más alto de la literatura latinoamericana
8 minutos de lectura'


“Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo…” dice el principio del epígrafe de La tía Julia y el escribidor. La frase no es de Mario Vargas Llosa (pertenece a “El grafógrafo”, del vanguardista mexicano Salvador Elizondo), pero resume con autoironía la disciplina con que el escritor peruano encaró desde el principio su oficio, siguiendo los consejos de su admiradísimo Flaubert: solo una parte consiste de talento; lo que importa es escribir, escribir y escribir, con método, a todo costo. No se puede decir que no haya cumplido.
Vargas Llosa emprendió una cruzada personal, que entendía la literatura como una forma de vida, una estética y una ética
Cuando publicó esa novela sobre sus inicios –libro que fue prohibido por la dictadura argentina por la simple razón de que uno de los ridículos personajes despotricaba a troche y moche contra los argentinos-, “Varguitas”, su álter ego en la ficción, ya tenía, sin embargo, a sus espaldas varias de las novelas que hoy se consideran clásicos ineludibles.
Javier Cercas sostiene en uno de los posfacios a la edición de la Real Academia Española de La ciudad y los perros que puede haber en español novelas que alcancen la altura de las de Vargas Llosa, pero que no hay ningún autor, de su generación o de cualquier otra, que tenga en su haber al menos seis narraciones capitales a gran escala. A La ciudad y los perros (1963), Cercas le suma La casa verde (1966), Conversación en la catedral (1969), la propia La tía Julia y el escribidor (1977), La guerra del fin del mundo (1980) y La fiesta del chivo (2000). Las tres primeras –piezas clave de la literatura latinoamericana- ya las había publicado para entonces, antes de sus treinta y cinco años.
Convencido de que a los escritores latinoamericanos de entonces no se los tomaba en serio, Vargas Llosa emprendió una cruzada personal, que entendía la literatura como una forma de vida, una estética y una ética. Esa cruzada incluyó el alejamiento de su país. Se había iniciado con los cuentos de Los jefes (1959) –de un ambiente limeño que recuerda a un colega apenas mayor y filial, Juan Ramón Ribeyro–, al cual en posteriores ediciones le sumaría una nouvelle, Los cachorros (1967). El formato que propulsaría su estilo fueron, sin embargo, aquellas novelas de largo aliento. Teniéndose por un realista inevitable, Vargas Llosa combinó su pasión por la novela decimonónica con las técnicas modernas. Para escribir La ciudad y los perros, estudió lápiz en mano Luz de agosto, de William Faulkner, para descifrar esa compleja estructura narrativa que mezclaba planos espaciales y temporales. Así, aspiraba a representar, siguiendo esos mecanismos de ingeniería, todo un mundo, poblado de personajes, sabiendo que realidad e imaginación son las caras complementarias de la doble moneda de la literatura. Una novela debía presentarle al lector con toda potencia una certeza contradictoria: la verdad que se esconde detrás de esa supuesta mentira, la ficción. Una de sus colecciones posteriores de ensayos literarios lo señalarían desde el título: La verdad de las mentiras.

La ciudad y los perros (1963) fue el primero de esos hitos, la piedra de toque (un año antes de su publicación había obtenido el Premio Biblioteca Breve, de Seix Barral) que impulsó aquella influyente vertiente latinoamericana, el boom, todavía en sus comienzos. Para ese libro inaugural –que comenzó en España y terminó en París- se basó en su experiencia como alumno del Colegio Militar Leoncio Prado, donde regía una estricta disciplina castrense. La potencia del tema y la brillantez de la estructura se potenciaban una a otra. La vida de muchos personajes, internos del colegio, se entrecruzan en episodios independientes y tiempos verbales distintos –prevalecen El Poeta y El esclavo- para dar un panorama claustrofóbico de esa vida represiva que termina en crimen.
“¿En qué momento se había jodido el Perú?” es una frase tan emblemática que se la suele utilizar para cualquier país de la región, cambiándole apenas la patria natal del autor
La casa verde (1966), un opus todavía más ambicioso, cambia de escenario. Ambientado en la ciudad de Piura (donde el autor vivió de joven en dos períodos) y la selva amazónica, aquí se entretejen argumentos, tanto en el tiempo como en el espacio, para retratar un microcosmos apartado –ya no urbano, más desoladamente latinoamericano- donde hace de eje un prostíbulo (la casa verde del título) y donde se destaca, entre muchos personajes, el sargento Lituma (que retornaría más tarde).
“¿En qué momento se había jodido el Perú?” es una frase tan emblemática que se la suele utilizar para cualquier país de la región, cambiándole apenas la patria natal del que la cite. Figura en Conversación en La Catedral (1969), donde en otro amplio fresco con el fondo de la dictadura de Odría y la rebelión estudiantil se analiza la inmoralidad de la corrupción que todo lo tiñe, incluyendo lo familiar. En el centro del relato hay un secreto de tono sexual, que se revela hacia el final. La conversación del título –que mantienen Santiago Zabala, el protagonista de buena familia que se acerca a la rebelión estudiantil, y Ambrosio, chofer de la misma familia- es el núcleo que permite desmadejar la trama.
En esos primeros años, Vargas Llosa también le dio lugar al ensayo, un género que con el tiempo –en los años noventa- se volvería más polemista y político. García Márquez. Historia de un deicidio (1971) tenía la curiosidad de estar dedicado al análisis de un compañero de generación (la pelea posterior entre los dos escritores haría que más tarde lo retirara hasta hace poco de su catálogo) y La orgía perpetua (1975) se centra en su admirado Gustave Flaubert –un autor en el que parece haber aprendido lo mejor del realismo- y su idolatrada Madame Bovary.
A mediados de aquella década, Vargas Llosa –como se mencionó al principio- cultivó por un tiempo un inesperado tono picaresco y humorístico. En Pantaleón y las visitadoras (1973) retorna a la selva peruana, pero en clave sarcástica (al capitán Pantaleón Pantoja se le encarga organizar la satisfacción sexual de los soldados), pero su ágil estructura avanza con procedimientos que rozan la vanguardia. La tía Julia y el escribidor –a caballo entre Perú y París- también narra de manera poco menos que directa la propia educación sentimental como escritor y también aquella experiencia que lo perseguía: el de haberse casado en sus años de formación con una pariente de mayor edad. “No es mi tía, sino la hermana de la mujer de mi tío”, dice el narrador cuando alguien lo felicita (…). No es mi amante, no es vieja y no tiene medio (fortuna). Solo lo de divorciada es verdad”.
La guerra del fin del mundo (1981) es un retorno a los grandes temas latinoamericanos, aunque en territorio ajeno. Se centra en la guerra de Canudos, de 1897, en Brasil, algo que ya había relatado en Los sertones Euclides da Cunha, e inaugura los años ochenta de Vargas Llosa, década en que, desilusionado con su paso por la izquierda, sus libros parecen atender de cerca las variables del presente. Eso se refleja en libros más directos, como Historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Molero? y El hablador. Fueron los años en que, inmerso en la coyuntura, Vargas Llosa se comprometió con la política al punto de candidatearse a la presidencia peruana. Tuvo, sin embargo, tiempo para otro divertimento: en la famosa colección La sonrisa vertical publicó El elogio de la madrastra (1988), una novelita erótica menor, pero que revela la tentación de no negarse a ningún género.
Las décadas siguientes, el peruano siguió acopiando libros y sumando –ahora de manera sistemática- ensayos que podían apuntar contra la literatura indigenista (el que le dedicó a José María Arguedas), a Victor Hugo y Los miserables o Juan Carlos Onetti.
La novela Lituma en los Andes (1993) –donde reaparece, en tono policial, el sargento de La casa verde- y La fiesta del chivo son las dos obras en que seguía vibrando la desmesurada ambición de los comienzos. En la última, centrada alrededor de Rafael Trujillo, el duradero tirano de República Dominicana, Vargas Llosa cumplió con originalidad la deuda con un género latinoamericano, la novela de dictador, que había inaugurado El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias (y que dentro del boom ya había dado obras como El recurso del método, de Alejo Carpentier, El otoño del patriarca, de García Márquez o Yo el supremo, de Roa Bastos).
Vargas Llosa siguió en las dos décadas siguientes libros, entre ellos El paraíso en otra esquina (2003), donde retrata en contrapunto la historia de la revolucionaria peruana Flora Tristán y su nieto, el pintor Paul Gauguin. Historia y arte, los cambios sociales y los conflictos de la creación siguieron obsesionando a Vargas Llosa hasta Le dedico mi silencio, la novela que publicó hace un año y medio y que fue una declarada despedida de la literatura. Varguitas, el joven de aquel retrato del artista casi adolescente, desde las páginas de La tía Julia... en las que sigue viviendo, podría dar fe de que aquel objetivo –que por momentos parecía poco menos que imposible- fue logrado con creces.
Otras noticias de Arte y Cultura
- 1
Martín Kohan y su primer libro para chicos: “La infancia merece una dosis de idealización”
- 2
Con Pérez-Reverte en primera fila, Fernández Díaz recibió la Cruz de la Victoria asturiana
- 3
Escritores argentinos reclaman que las editoriales incluyan cláusulas sobre el uso de la inteligencia artificial
- 4
Una gota de respiro
Últimas Noticias
Ahora para comentar debés tener Acceso Digital.
Iniciar sesión o suscribite