El yo real y el yo virtual
Hay que mostrar. Es domingo en Palermo y cerca de un parque lleno de rosas, en una de las mesas de un restaurante con nombre de fruta, una mujer está sentada junto a un hombre y junto a un perro. Aguarda a que llegue la comida que ordenó y lo primero que hace cuando llega es tomar el teléfono y sacarle una foto. No es instantáneo pero sí inmediato. Busca el ángulo, la luz y clic. No la come, la retrata. Luego escribe algo en su teléfono y ya, toma los cubiertos para hacer lo que vino a hacer.
Hay que mostrar. Es un día de semana cualquiera y este hombre de 40 años regresa del gimnasio a su departamento. Viste ropa de entrenamiento (short de marca deportiva, remera de marca deportiva, gorra con el logo de la marca deportiva) y al subir al ascensor se para en el centro de ese espacio rodeado de espejos, agarra el teléfono, lo deja en posición vertical, abre la cámara y selfie. No deja ver su cara pero sí lo demás: las piernas musculosas, los brazos firmes, el pecho empapado de sudor.
Hay que mostrar. Para eso está Instagram. Un grupo de amigas está en París, son cinco y se toman una fotografía con la Torre Eiffel detrás. Buscan la posición y la consiguen. Se ven bellas, llevan abrigos pero no exagerados porque el clima lo permite, y la cartera en el codo. Sonríen, cada una, los labios con gloss, una vez, otra vez, una más, clic, clic, clic. Hay macarrons sobre una mesa. Hay que sacar muchas para elegir la mejor.
Hay que mostrar. El nuevo corte de pelo si quedó espectacular, un ramo de flores, los perros en un gesto de amor, los gatos en un gesto de amor, el tatuaje, bolsas con regalos, el cielo desde un avión, una tableta del chocolate de moda, un arcoíris en un día tan precioso que habría que guardarlo en un estuche, el anillo de compromiso, el test de embarazo positivo, las llaves del auto cuando sale de la concesionaria, una orquídea blanca, las copas de cristal para el brindis, una fiesta, una fiesta en la que se baila extasiados, con el ritmo que de tanto ya desborda y llena los agujeros que abre la angustia de todo lo otro que sucede pero que no se muestra porque esa no es la regla. Hay que romper el momento del estribillo para una foto, hay que pretender que la cámara no está y publicar el resultado. Clic. Hay que llenarse de me gusta.
Hay que mostrar para que el algoritmo siga mostrando. Hay que mostrar aunque en ese instante no haya nada, hay que sacar fotos antes para mostrarlas después, hay que elegir qué mostrar, hay que mostrar cosas lindas, hay que mostrar aunque sea ajeno, qué importa, quién sabe, hay que hacerlo, hay que mostrar, pero solo por acá, no hay que ostentar en vivo, por favor, qué maleducado, hay que mostrar y hay que tapar el pelo mal arreglado, los ojos cerrados, la cadera en un mal gesto, la pierna con celulitis, los dolores, los fracasos, el llanto, la soledad, la angustia, el fracaso. Hay que mostrar y hacerlo otra vez para que no se vea detrás.
Hace unos días una artista habló del “yo real” y del “yo virtual”, así, en dos términos, como si dijera peras y manzanas. Fue algo como esto: “Le tengo miedo al vacío que se debe sentir al estar solo atravesada por mi yo virtual, que es ese espejo de uno mismo con un filtro de Instagram. Hago mucho trabajo para mantenerme en mi yo real, que es la persona con la que vivo todo el tiempo, la humanidad. Eso no significa que no entienda ni alimente mi yo virtual, que todos los días no esté pendiente de esa cara mía que sale al mundo”.
Pero quizá el punto no sea dividirse en dos. Tampoco el control. Quizá el tema sea vencer de una vez al algoritmo, vencernos a nosotros. Asomarnos de una vez. Mostrar todo y listo, lo que sea, lo que es. Quizá todavía estemos a tiempo.
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