Murió Florentino Sanguinetti, médico y pintor memorable
Fundamental en la lucha contra el cáncer de mama y director del Hospital de Clínicas por diez años, donde atendió emergencias como el atentado a la Amia, se lo recordará como un pintor apasionado y una noble persona
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“La pintura y la medicina son dos vocaciones paralelas en mi vida, que me han proporcionado extraordinaria felicidad y al mismo tiempo ciertas incomodidades”, escribía el doctor y artista Florentino Sanguinetti en un ensayo de 2011 donde recorría sus años entre estas dos aguas. Murió ayer, un día antes de cumplir 93 años. Deja una trayectoria invaluable, como un médico noble y eximio, heroico en muchos momentos de su vida. Como pintor, también: en sus nueve décadas, llegó a reunir más de cien obras en una retrospectiva que se realizó en el Museo de Arte Contemporáneo de Unquillo, institución que ayudó a fundar.
Porteño de siempre, nacido en 1932, egresado 1949 del Colegio Nacional de Buenos Aires, encontró en las Sierras de Córdoba un oasis para su retiro a partir de la pandemia, junto con su esposa, Solange Fernández Ordóñez, psicóloga y escritora. El mismo paisaje de los veranos de su infancia. Merecido descanso después de una incansable vida al servicio de los demás. Lo despiden con dolor sus cuatro hijos y enorme cantidad de amigos, colegas, discípulos y pacientes.
Como médico, fue uno de los más distinguidos. La Academia Europea de Artes y Ciencias, con sede en Viena, lo designó miembro de la institución, en reconocimiento a su trayectoria. La Academia Nacional de Medicina le había otorgado el Premio Hipócrates, y fue homenajeado a sus 90 años por la Academia Argentina de Ética en Medicina. Entre sus logros está haber sido director del Hospital de Clínicas de Buenos Aires por diez años -donde además, creo el museo del hospital-. Como mastólogo, lideró la lucha contra el cáncer de mama. Fundó en 1974 el Centro de Patología Mamaria como parte de la Liga Argentina de la Lucha Contra el Cáncer (LALCEC): “Organicé el centro y con el tiempo se fueron cubriendo turnos de mañana y de tarde, con más profesionales. Pero para hacerlo puse como única condición desarrollar esa actividad en forma gratuita y así lo hice durante 43 años”, contaba en una entrevista. Fue director del Programa de Detección de Cáncer Mamario, profesor de Cirugía de la Facultad de Medicina de la UBA y autor de casi un centenar de publicaciones científicas. También fue investigador del Conicet. Se especializó en cirugía mamaria y operó hasta el año 2013, cuando tenía 81 años. Continuó atendiendo en su consultorio hasta fines de 2019, por insistencia de sus pacientes. Se negaban a cambiarlo por otro.
El 18 de julio de 1994, dirigía el hospital escuela más importante del país cuando voló la AMIA en un atentado, y le tocó liderar al equipo de salud que, por su cercanía con la mutual judía, recibió a la mayoría de los heridos. Decía que ese fue el día más importante de su carrera: logró salvar muchas vidas. “Suspendí las actividades de cirugías para dejar los quirófanos absolutamente a disposición. Al cabo de pocos minutos, empezaron a llegar los heridos en tablones, acostados sobre puertas. La gente traía a heridos muy graves directamente al hospital. Cortamos la calle Córdoba y se estableció una especie de trayecto rápido para que llegaran los pacientes”, recordaba en entrevistas posteriores. En el Clínicas atendieron a unas 100 personas en pocas horas. Fueron operadas (algunas varias veces), otras internadas con diversos tratamientos, fracturas, cortes con los vidrios que volaron en todas direcciones. Organizó el triage y una comunicación eficiente con los familiares. No fue fácil comandar esa nave: “En un momento dado, me tuve que encerrar en la dirección para llorar solo, porque no podía más. Era una catástrofe tan inmensa, era una demanda tan enorme. Recibí por parte de todos mis colaboradores y de mi familia un apoyo importante, que hace que al recordarlo, me emocione muchísimo”.
Una anécdota trasluce su buen corazón, que no claudicaba en situaciones de crisis: “Se corrió la voz de que necesitábamos agua mineral, una información totalmente inútil e inexacta. Empezó a llegar una multitud de personas con grandes frascos. Alguien me dijo que no los dejara entrar porque molestaban y yo tomé la medida inversa: que toda la gente que acudía para traer algo fuera aceptada. No quise frustrar el gesto que tenía la gente de venir a colaborar. Y así fue como se armó una montaña de botellas”. Cuando se reconstruyó el edificio de la mutual judía, fue invitado a colocar la piedra fundamental del nuevo edificio. Siempre lo recibían con honores, en cada aniversario.
Un remanso en la pintura
En una profesión tan intensa, a la que se entregaba con devoción, encontraba un remanso en la pintura. Pintaba desde niño, mucho antes de probarse el delantal blanco y colgarse para siempre un estetoscopio del cuello. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Múnich y expuso sus pinturas en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires en 1995, y en galerías y museos de Múnich, Bonn y París, entre otras ciudades. Su obra está reunida en un libro monográfico de la editorial Más Sustancia. También es autor del libro Historia del Hospital de Clínicas, en coautoría con Federico Pérgola. “Para mí la pintura nunca fue un pasatiempo. Siempre me consideré un pintor profesional –declaró en una nota con la periodista Gabriela Navarra–. Conservo todas mis obras, que son más de 400. No tengo estilos ni épocas: pinto sin prejuicios. Es difícil hablar de la pintura porque la pintura está hecha para ser vista, para ser observada en silencio. Pero yo he pintado mucho abstracto y también figurativo. No he cultivado un estilo único”. Nunca vendió sus obras. “No tengo marchand, nunca me interesó el negocio. He regalado, sí. Hay varios museos que tienen obras mías y también amigos, que felizmente tengo muchos también”, decía.

En un artículo titulado Medicina y Arte, encuentro de Vocaciones, escrito para el libro Bioética y humanidades médicas, describió las historias de personajes famosos que como él tuvieron dos fuertes vocaciones, como Louis Pasteur, bacteriólogo y pintor, o Antón Chéjov, escritor y médico. También analizó su propia obra: “Mi pintura se inscribe en esta visión barroca, donde lo lineal deja paso a lo pintoresco, y donde las figuras o las composiciones abstractas revelan confusión en un conglomerado de colores intensos que se mueven sin reposo. Toda la precisión que requiere mi actividad de cirujano desaparece cuando ingreso en la pintura con mis empastes borrosos. Los delgados y filosos instrumentos quirúrgicos dejan paso a las espátulas gruesas que permiten una factura expresiva, plena de ambigüedades, de movimiento y de musicalidad”.
Fue becario de la Fundación Alexander Von Humboldt y presidente de la Institución Cultural Argentino Germana, donde durante 50 años actuó como jurado para la selección de becarios por la Embajada de ese país. El presidente de Alemania Federal le otorgó la Orden del Mérito en reconocimiento a su labor de intercambio cultural entre Argentina y Alemania. Había llegado por primera vez cuando todavía era estudiante de Medicina. Durante el día asistía al Instituto de Patología y por la tarde a la Academia de Bellas Artes de Múnich, donde estudiaron Paul Klee y Vasili Kandinsky. “Fui el primer becario que llegó a Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. Conocía el idioma porque lo había estudiado desde niño y eso me permitió ir a la ópera, al teatro, leer poesía, novelas o filosofía en alemán y generar muchas amistades”, recordaba. La consideraba su segunda patria.
Era un verdadero intelectual, de conocimientos científicos y de intimidad profunda, como se trasluce en sus obras pictóricas. Amigo de Jorge Luis Borges, el escritor había sido testigo de su casamiento.
Su forma de ser era cordial, amena, cálida y siempre hospitalaria con su familia y sus numerosos amigos. Así lo despide uno de ellos: “Qué decir de Buby sin que se nos humedezcan los ojos. Se fue yendo lentamente, como los atardeceres de los veranos de Unquillo, en su terruño amado. Y aunque venía de una familia con larga tradición en el laicismo, en sus últimos días llamó a un sacerdote porque, dijo, quería morir en la religión católica. Él tenía esa forma tan especial de ser. Además de un científico y un artista destacado, era un verdadero caballero y un hombre de un corazón noble, que se traslucía en su limpia mirada, su sonrisa y su cálida cortesía. Un señor”.
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