
El año de José Ingenieros y de las expectativas
Sombríos años de una deliberada política que condenaba la excelencia y exaltaba la medianía impregnaron a la sociedad argentina de una mediocridad que ha logrado infiltrarse por doquier, elevando y premiando a vulgares y bribones tanto como hunde y desmoraliza a aquellos que pretenden destacarse honradamente.
Pero la mediocridad no es un mal exclusivo de nuestro tiempo, como lo demuestra El hombre mediocre (1913), ese icónico título del genial y no casualmente olvidado José Ingenieros, cuyo centenario de fallecimiento este año ofrece una inmejorable oportunidad para rescatar su obra y, en particular, una de sus más simbólicas y vigentes interpretaciones de un mal que aqueja a la sociedad argentina.
Ingenieros representa un emblema de esa Argentina que aún pugna por superar las fuerzas deletéreas de la mediocridad y que cuenta con recursos genuinos para hacerlo. Nacido en Sicilia, hijo de modestos inmigrantes, se transformó mediante la educación pública (el Colegio Nacional de Buenos Aires y la UBA) en un prolífico polímata, intelectual de excelencia, como un hombre del Renacimiento (médico, psiquiatra, psicólogo, criminólogo, farmacéutico, sociólogo, filósofo, escritor y docente, entre otras disciplinas), militante ecléctico aun del anarquismo, y autor de una obra vasta e influyente en el pensamiento argentino, con clásicos como La simulación en la lucha por la vida, Hacia una moral sin dogmas, Evolución de las ideas argentinas, Las fuerzas morales, además del Hombre Mediocre.
Pero la mediocridad como leitmotiv perdió en el desafinado concierto de nuestro tiempo ese ingenuo compás de los años de Ingenieros y se sofisticó con astucia, consiguiendo disfrazar la mala fe de inocencia, amparándola en la ineptitud y la estupidez, como atenuantes para delitos tan sofisticados como poco mediocres, sin contar el rédito político que ofrecen el escepticismo y la resignación.
Por suerte, la Argentina está llena de paladines contra la mediocridad, como lo demuestran las arrolladoras fuerzas creativas que se distinguen en todos los ámbitos, particularmente en las nuevas tecnologías, donde las elevadas expectativas de esos genios juveniles consagradas en unicornios mundiales, alientan a establecer un parangón con los designios del país, pues entre los varios factores que determinan el éxito de personas y naciones, el de las aspiraciones que se fijen, acaso sea el más determinante, porque a menos que el azar los sorprenda, difícilmente se alcanza lo que no se pretende.
Así como cuando la Argentina se planteó llegar a ser una potencia mundial, lo consiguió, desde los años 40 su dirigencia se planteó segregarse hasta alcanzar un consistente status de irrelevancia mundial. La expectativa más elevada de la Argentina de los últimos decenios se ha limitado a la mezquina aspiración de sobrevivir a su eterna crisis o, a lo sumo, salir de ella e integrar un reducido grupo de países anodinos. Más: se ha logrado imponer en buena parte de su intelectualidad la resignada certeza de que toda elevada pretensión para el futuro de la Argentina, constituye un absurdo pergeñado por reaccionarios para distraer de los verdaderos problemas, confirmando aquella regla de que los países, como las personas, terminan asemejándose más a los anhelos que se propusieron y cultivaron a lo largo de su existencia que a los que jamás soñaron.
2025 ofrece una conjunción singular para quebrar ese círculo vicioso que proponen los hombres mediocres: la efeméride de un genial enemigo de la mediocridad y una sociedad dispuesta a soñar con unicornios.
Diplomático de carrera

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