¿Hasta cuándo negaremos la existencia de ciudades?
La realidad urbana incomoda en Bolivia, generando una suerte de reacción adversa. Una errónea concepción relacionada al despoblamiento rural, y que estaría acarreando la disminución de lo originario indígena campesino, plantea la inquietud de cómo es posible que un Estado autodefinido con esas categorías pueda vivir en ciudades. Parece que no es suficiente reconocer que el 75% de la población vivimos en áreas urbanas para aceptar que algo no estamos haciendo bien, cuando algunos sectores siguen con un discurso vaciado de contenido frente a la evidencia.
No se trata de desconocer una riqueza humana, cultural y política extraordinaria. Tampoco el negar las cualidades económicas y productivas que tiene “lo rural” con su impronta de identidad, historia y sociedad; en un mundo en que la comida, la energía y el agua corresponde ser producido por lo rural, como equilibrio de sostenibilidad ambiental y de vida humana sobre el planeta, desconocemos que la tendencia es vivir en ciudades.
El forzar esta situación, llevándola hasta el absurdo, está produciendo distorsiones cada vez más complicadas de sostener, pues como sociedad no estamos enfrentado el reto de vivir en ciudades ni el asumir el valor de lo rural más allá de lo ideológico. Cuando reconocemos a los habitantes su calidad de administrados, debemos dar respuestas concretas a necesidades objetivas, más allá de dónde vivan y en qué lengua se comunican. La salud, la educación y el trabajo son necesarios para los indígenas y no indígenas, para los que vivimos en las ciudades o el campo, pues la ausencia de servicios y la falta de oportunidades en el lugar en el que viven las personas producen presión migratoria y obligan a la gente a buscar respuestas en lugares distintos de donde nacieron.
Esta situación tampoco tendrá respuesta por la negación, más allá de lo distractivo o irresponsable. La población tiene múltiples domicilios por razones de trabajo, de opción humana y hasta de consigna política. Frente al censo, por ejemplo, hay quienes piden la irracionalidad que las personas vuelvan a su lugar de origen familiar, distorsión ya evidenciada en procesos electorales, pues una parte de la población ejerce su derecho al voto donde trabaja, no donde fue censado; estas situaciones plantean una dificultad de imposible solución para un país de gran extensión, poca población y escasos y mal utilizados recursos, pues se construye infraestructura, o deja de hacérselo, donde debiera.
El resultado final es una distorsión mayor que se evidencia en las dificultades que tiene el censo para concretarse pacíficamente. ¿Qué explicación racional podemos darnos frente a todas las dificultades que deben sortearse para realizarlo? Es como si existiese un temor de enfrentar la realidad y reconocernos tal cual somos, dónde y cómo vivimos. Por supuesto que sus resultados significarán ajustes económicos y de representación, al mismo tiempo que servirá para aprobar políticas públicas correctivas.
Mientras esto ocurre, ninguno de los 339 gobiernos locales tiene un catastro multifinalitario funcionando adecuadamente y la población que vive en ellos tampoco tiene resueltos en su totalidad los servicios de agua, alcantarillado, residuos y basura. Este es el escenario sobre el que tenemos que trabajar en un Estado y una sociedad que carecen de conciencia urbana y desconocen la urgencia de cubrir servicios para una vida digna.
Columnas de CARLOS HUGO MOLINA