En la capital del reino de Occidente, allí donde los hombres impecablemente vestidos con trajes de sastrería y finas corbatas de seda decidían el destino del mundo entre canapés y discursos de champán, se celebró un festín de consecuencias históricas. No era, sin embargo, un banquete cualquiera, sino una ceremonia de autoengaño colectivo. Los comensales, una élite endogámica de políticos, militares y periodistas, devoraban con avidez... + Leer noticia completa
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