Las calles estaban siempre llenas de coches. Con aceras angostas, convertidas desde hace tiempo en apéndices del comercio, los peatones apenas podían caminar, acostumbrados ya a imitar el esquema corporal de las pinturas del Antiguo Egipto, al rugir de los motores, y al trascendente olor de la gasolina. Cruzar la calle era igual que esperar que baje el caudal de un río en temporada de lluvias, o animarse a probar suerte contra una embestida... + Leer noticia completa
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