Sonaba el reloj la una dentro de mi cuarto. Era triste la noche. La luna, reluciente calavera, ya del cenit declinando, iba del ciprés del huerto fríamente iluminando el alto ramaje yerto. Por la entreabierta ventana llegaban a mis oídos metálicos alaridos de una música lejana. Una música tristona, una mazurca olvidada, entre inocente y burlona, mal tañida y mal soplada. Y yo sentí el estupor del alma cuando bosteza el... + Leer noticia completa
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