Vivimos en un país donde los caudillos, “perorando sin reposo, gesticulando trágicamente o grotescamente”, a decir del polémico pensador Alcides Arguedas, buscaron imponer, contra viento y marea, desde los albores de la República su figura y discurso. Provocaron con ese accionar no sólo el repudio sino la hilaridad, de cuantos, los veían. Dieron prioridad, consecuentemente, a sus intereses particulares y no así a los supremos... + Leer noticia completa
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