Fuente: Ideas Textuales
Hay gestos humanos que se parecen a los mitos. No por antiguos, sino por esenciales. Un cuerpo que entrega su corazón para que otro siga viviendo no es sólo una proeza médica. Es un acto de fe en el otro, de permanencia en lo ajeno. Es una manifestación cultural, considerando que cada trasplante es también una historia sobre el alma, el cuerpo, la identidad, la continuidad.
La palabra trasplante viene del latín transplantare: trans (al otro lado) y plantare (sembrar, plantar). En el quirófano, entre bisturíes y respiradores, la medicina contemporánea reproduce, sin saberlo, un gesto agrícola y ancestral. Trasplantar no es solo mover tejidos, es resembrar vida. Y toda palabra que ha sobrevivido siglos guarda aún, en su raíz, la sombra de un mito.
La ciencia moderna ha querido limpiar su lenguaje de toda reminiscencia simbólica, pero algunas prácticas, como el trasplante de órganos, resisten ese borrado. Hay en ellas una poética involuntaria. Porque no hay manera de cambiarle el corazón a un hombre sin preguntarse qué queda de él después del cambio.
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Muchas culturas consideran el cuerpo como algo indivisible, sagrado, unitario. Coincidiendo en que el cuerpo no se fragmenta sin profanación. Pero la medicina moderna ha invertido ese principio. Lo ha vuelto desmontable, transferible, ensamblable. Hoy un hígado puede cruzar continentes, un riñón puede habitar otro cuerpo, una córnea puede devolver la vista desde el más allá.
Y, sin embargo, el cuerpo no deja de ser símbolo. Aun bajo anestesia, la operación es un rito de paso. El receptor no es el mismo después del trasplante. Vive con algo ajeno, que fue de otro. La inmunología lo llamará “injerto”. Simbólicamente lo que ocurre es más profundo, una reescritura de la identidad.
En 1954, los gemelos Herrick protagonizaron el primer trasplante renal exitoso. Desde entonces, el avance ha sido vertiginoso: riñones, corazones, hígados, pulmones, páncreas, intestinos. Hoy se realizan más de 150.000 trasplantes al año en el mundo, según la Organización Mundial de la Salud. Se han perfeccionado técnicas, acortado tiempos, desarrollado inmunosupresores, creado bancos de órganos y tejidos. Y, sin embargo, sigue habiendo un límite que la ciencia no puede forzar: la donación.
Millones esperan. Porque la tecnología está lista, pero los cuerpos no aparecen. O no aparecen a tiempo.
Donar un órgano, especialmente después de la muerte, es un acto profundamente cultural, incluso cuando se presenta como decisión racional o gesto altruista. Es una forma moderna del sacrificio. El donante no elige a quién salva. El receptor no conoce a quién le ha dado una segunda vida. Pero ambos quedan unidos por un lazo invisible, ritual.
La medicina contemporánea opera este intercambio con precisión quirúrgica. Pero lo que ocurre en el fondo es simbólico. Una vida se detiene y, en su detención, permite que otra continúe. Lo ajeno se vuelve íntimo. Lo propio se redefine.
El trasplante, como fenómeno cultural, no es igualmente aceptado en todas partes. En muchas culturas indígenas de América, África o Asia, la idea de “no morir completo” contraviene nociones esenciales sobre la muerte y la trascendencia. ¿Cómo se traduce el trasplante a lenguas que no tienen verbo para separar el alma del cuerpo?
Los griegos pensaban que el alma residía en el pecho; los egipcios, que debía preservarse el corazón para el más allá; los incas creían que el cuerpo debía volver íntegro a la tierra. El trasplante desafía todas esas ideas. Es una intervención no sólo anatómica, sino también ontológica. Y por eso su aceptación requiere algo más que infraestructura médica. Exige diálogo cultural, pedagogía, respeto por los sistemas simbólicos que estructuran la vida y la muerte.
Un órgano puede cruzar fronteras, como un migrante. Puede habitar un cuerpo ajeno, adaptarse, prosperar, fracasar. En ese movimiento, el cuerpo deviene territorio compartido. Y el receptor, más allá de su recuperación clínica, deberá aprender a vivir con lo otro dentro de sí. Es una forma radical de hospitalidad.
El trasplante pone en juego oposiciones fundamentales: vida/muerte, propio/ajeno, continuidad/ruptura. La ciencia, sin saberlo, reactiva el mito del dios que se sacrifica para que otro viva, el héroe que resucita gracias a un fragmento de su enemigo. La medicina contemporánea, en su deseo de abolir lo irracional, ha producido una nueva mitología: la del cuerpo que sobrevive a través de otros cuerpos.
En una época marcada por el individualismo, donar un órgano es un gesto profundamente político. Implica creer en el otro, aunque no lo conozcamos. Implica reconocer que la vida no nos pertenece del todo, que puede ser compartida, incluso después del final. Y que hay formas de permanecer que no necesitan monumentos ni apellidos. Basta un corazón que sigue latiendo en otro pecho.
Sembrar vida en otro cuerpo. Ese es el gesto. Pero también sembrar sentido en una sociedad que se fragmenta. Porque en los trasplantes, más que en cualquier otra intervención médica, late una verdad esencial: sobrevivir es, a veces, aceptar que lo que somos no cabe en un solo cuerpo.