Juan Lixmar Zoto
Justo por estas fechas me viene a la memoria que, a la par de unas copas de whisky, uno de mis profesores me hablaba sobre una publicación suya referida a la desclasificación y aparición de nueva documentación que comprobaba la injerencia y el protagonismo político y militar que tuvo Estados Unidos en el golpe de Estado chileno propiciado por Augusto Pinochet un 11 de septiembre de 1973.
De esta conversación y posterior lectura de su publicación, como de otras que tenía al alcance, me llamaron la atención dos hechos particulares que muy posiblemente –pese la cantidad de texto que se ha escrito sobre la democracia chilena y el derrocamiento de Allende– han pasado desapercibidos o posiblemente no han sido tomados en cuenta.
El primero de ellos es que, para el gobierno estadounidense dirigido por Richard Nixon (1969-1974), las circunstancias político, geográficas y sociales que se daban en Chile y Bolivia revestían mucho mayor riesgo que la experiencia cubana, que ya de por sí, por su falta de continuidad territorial, la dejaba diezmada y alejada de la conformación de un auténtico bloque de países socialistas en Centro América y el Caribe.
Segundo que, con un afán desestabilizador a la democracia chilena, allá por los años setenta se inició una campaña política, social y económica que promovió e incluso justificó internacionalmente el golpe militar a la presidencia de Salvador Allende (1970-1973). Uno de los ejes sociales sobre los que se basó el referido plan desestabilizador, fue el de desprestigiarlo calificándolo de alcohólico y “BORRACHO”.
A la propalación de este calificativo contribuyeron denodadamente los correligionarios del opositor Partido Demócrata Cristiano Chileno –que como la historia los juzgó, poco tuvieron de cristianos y mucho menos de demócratas–, también contribuyeron los propios partidarios de la Unidad Popular (agrupación política que apoyó y contribuyó a la elección de Allende).
Después de poner en juego esta planificación, el pueblo chileno empezó a considerar que las ideas de justicia e igualdad social que enarbolaba Allende, solo eran simples palabras, producto de las alucinaciones y frustraciones de un hombre dipsómano.
Tal fue el convencimiento de que Allende era un alcohólico, que posteriormente a su muerte se le hizo una analítica sanguínea… “lástima”, qué “pena”, el examen practicado arrojó un resultado negativo; así pues, los laboratoristas no encontraron ni un solo gramo de alcohol en su sangre. El pobre Presidente legítimamente elegido y tenazmente derrocado se habría suicidado –si es que realmente se suicidó– en un estado sobrio, lúcido y no como señaló la prensa chilena: ebrio, maniaco, depresivo y sin ninguna salida.
Lo paradójico de esta historia es que, este plan maquiavélico lo habría propiciado Richard Nixon, considerado el presidente más alcohólico de la historia o, por lo menos, de la historia de los Estados Unidos de América.
Ya han transcurrido cuatro décadas de esos sucesos, por ello considero que a la fecha resulta indiferente si Salvador Allende fue un alcohólico consuetudinario o si éste se suicidó ebrio o lo asesinaron en su pleno lúcido juicio; lo que importa ahora es que, los vicios y patologías de los políticos no influyan en la administración del gobierno y mucho menos en la administración de la justicia. No obstante, parece ser todo lo contrario, un claro ejemplo es la falta de vergüenza que muestran algunos políticos bolivianos, que vociferan y hacen orgullo de sus políticas contra el narcotráfico, cuando son ellos o sus hijos los consumidores, problema que se agrava cuando su entorno familiar es el traficante. Por otro lado, está el cinismo con el que se presentan algunas autoridades, manifestando su lucha inclaudicable y tenaz contra la corrupción, promoviendo y vanagloriándose de ser intachables y éticos, cuando el pueblo en su conjunto queda admirado casi a diario por los actos de corrupción destapados públicamente.
Ya no importa si olvidamos cuán borracho fue Allende, lo que importa ahora es que el pueblo boliviano practique y exija a sus gobernantes, ideales de justicia, libertad y democracia, que parece haber olvidado.
El autor es Doctor en Derecho.