Brújula Digital|27|08|24|
Javier Claure C.
La soledad, para muchos, es una pesada carga. En casos extremos la soledad, en personas adultas, puede ser un riesgo grave para la salud. En cambio para el escritor o el poeta es un estado esencial. En la soledad, los vocablos cobran vida y las historias encuentran su forma. Podríamos decir, entonces, que la soledad no es una mera necesidad logística, sino más bien es un reflejo de un proceso interno. Es precisamente en el silencio de la soledad, donde el literato enfrenta sus miedos, sus dudas y sus esperanzas. Es decir, se trata de un diálogo íntimo con uno mismo. Y, en consecuencia, se exploran los recovecos más profundos de la mente. Como resultado, la musa teje puentes de palabras entre lo conocido y lo desconocido, revelando misterios ocultos y sueños olvidados.
Para Franz Kafka (1883-1924), escritor checoslovaco que vivía rodeado de su familia en Praga, el silencio y la soledad eran imprescindibles para escribir. Las noches eran para él un santuario, un espacio suspendido en el tiempo donde podía entregarse por completo a la escritura. Mientras el mundo dormía, él descendía a las profundidades de su propio ser, alejándose del mundo cotidiano. En una carta dirigida a su novia, Felice Bauer, le confiesa con palabras cargadas de una gravedad casi mística, la relación que tenía con el acto de escribir: “Para crear, necesito un aislamiento absoluto, pero no el aislamiento de un ermitaño, que resulta insuficiente, sino el aislamiento total de la muerte. Escribir, para mí, es un sueño más profundo, una especie de muerte. Y así como nadie puede sacar a un muerto de su tumba, a mí tampoco se me podrá arrancar de mi escritorio por la noche”. La escritora y ensayista española María Zambrano (1904-1991) decía: “Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo”. Mientras que Oscar Wilde (1854-1900) afirmaba: “Solamente alejándose por completo se puede trabajar. La soledad proporciona las condiciones para escribir”
En el rincón más silencioso y apartado de una casa, o en un pequeño estudio rodeado de libros y papeles, la persona que escribe se enfrenta al papel en blanco. Es el momento indicado para dar rienda suelta a la imaginación. Es el instante cuando el narrador escucha la voz de personajes, y los susurros de la trama se vuelven audibles. En esta circunstancia el poeta también saca a luz lo más sublime de su universo interior. Elige cada palabra con cuidado y precisión. Y con metáforas, imágenes, giros lingüísticos personales y un lenguaje coloquial crea su poesía.
La naturaleza, con su belleza y su calma, a menudo se convierte en una aliada del escritor y del poeta solitario. Un paseo por el bosque, una tarde junto al mar, o simplemente la vista de un jardín desde la ventana, puede ser suficiente para inspirar y renovar la creatividad. La conexión con la naturaleza ofrece una pausa para la mente, un respiro que permite que las ideas se asienten y florezcan. Los ritmos naturales, con su armonía innata, reflejan el proceso creativo: a veces es lento y gradual, otras veces explosivo y urgente.
Sin embargo, la soledad también puede ser un arma de doble filo. Puede llevar a la introspección y la creatividad, pero también puede conducir al aislamiento y la melancolía. Todos los que habitamos en este planeta somos seres sociales. Por ello, el equilibrio es crucial. El escritor, el poeta y el artista en general deben aprender a navegar entre la soledad necesaria para su arte, y la conexión con el mundo exterior.